Eugenia de Montijo fue una joven española de arrebatadora belleza, un gusto extraordinario y un carisma cautivador. Tan cautivador que atraparía al mismísimo emperador de Francia. Admirada y envidiada, nunca pasó desapercibida, y ya desde niña le vaticinaron una corona. Llegó a emperatriz y desempeñó un papel crucial en la política gala. Inteligente y resuelta como pocas, es la causante de hechos tan dispares como la creación de una de las obras literarias mas emblemáticas de la Historia. O de poner de moda el veraneo. Descubre a continuación la historia de esta extraordinaria mujer.
Infancia soleada bajo la sombra de la Alhambra
Eugenia de Montijo (1) nació en la bella ciudad de Granada (2), en el sur de España, en la segunda década del siglo XIX. Su padre (3) fue coronel del ejército del mismísimo Napoleón Bonaparte (4), por lo que eran de cultura afrancesada. La pequeña era la menor de dos hermanas, y a ambas les aguardaba un futuro prometedor. Su hermana llegó a ser nada más y nada menos que duquesa de Alba (5). La familia pertenecía a la alta burguesía, y se rodeaba de grandes intelectuales del momento (6).
La mansión familiar era escenario habitual de fiestas y tertulias. Entre sus invitados, destacaba el gran escritor francés Próspero Mérimée (7). Éste llegó a entablar amistad con la joven Eugenia, a quien le encantaba contar historias. Una de aquéllas trataba sobre un triangulo amoroso entre un torero, una cigarrera y un militar. Dicha narración entusiasmó tanto al francés, que sería su inspiración para la legendaria obra Carmen (8). Esta obra sería llevada a la ópera posteriormente, siendo interpretada por la gran diva del bel canto: María Callas (9).
Además Eugenia de Montijo y su hermana recibieron una completa y extraordinaria educación, siendo internadas en diversos colegios europeos (10).
Juventud y amor de la chica del momento
Eugenia de Montijo pronto empezó a apuntar maneras: vestía a la última moda y se maquillaba como ninguna. Su buen gusto y su extraordinaria elegancia llamaban la atención de todo el mundo. Era coqueta y atractiva, y lo sabía. Le gustaba ser admirada e imitada. En dos ocasiones le leyeron la mano, primero una gitana y después un santero. La primera le habló de una corona. El otro de un Imperio.
Casualidad o no, parece que su destino ya estaba escrito. Incluso en una ocasión, cuando tras un desengaño amoroso quiso tomar los hábitos, una monja la disuadió de su cometido. Le dijo que era tan hermosa que había nacido para estar sentada en un trono (11).
Eugenia de Montijo era vital y enérgica, y su nombre fue haciéndose famoso. Y a los veintiuno decidió pasar el verano en la hermosa Biarritz (12), poniendo de moda el veraneo (13). En una ocasión, en Francia, asistió a una fiesta celebrada por la prima del sobrino de Napoleón: Carlos Luis (14). Éste, un mujeriego enfermizo que aspiraba a emperador, se quedó prendado de la española e intentó, sin éxito, engatusarla (15).
El matrimonio con Napoleón III
Un tiempo después, tras que éste inaugurara el Segundo Imperio como Napoleón III, tuvo lugar un desfile militar en París. En el balcón del Palacio de las Tullerías (16) se encontraba la bella Eugenia de Montijo. Napoleón III reconoció sus ojos azules y su larga cabellera pelirroja en el acto, y se acercó al balcón.
«Decidme, señorita, ¿cómo puedo llegar a usted?«. Con desparpajo y salero le contestó la granadina: «Por la capilla señor, por la capilla«, mientras le señalaba a una iglesia.
Tras casi un año de cortejo, finalmente Eugenia aceptó casarse con Napoleón III, cumpliendo así los vaticinios que le habían hecho. Se había convertido en emperatriz de Francia a los veintiséis años (17).
La carrera política de Eugenia de Montijo
La emperatriz Eugenia sentía un gran interés por la política y desde el principio decidió tomar parte en ella. De hecho, fue la instigadora de la invasión francesa de México (18), la cual resultó un desastre. Eugenia llegaría a desempeñar la regencia del imperio en tres ocasiones. Además, realizó un importante viaje de Estado a Estambul. Dicho viaje marcaría las relaciones franco-turcas durante muchos años (19).
Eugenia de Montijo fue parte fundamental en la construcción del Canal de Suez (20). Y tuvo un excepcional protagonismo político y social al asistir, tras el viaje a Estambul, como el más alto representante de Francia a la inauguración del mismo. Aunque sus detractores políticos y personales dijeran de ella que actuaba con soberbia desmedida, lo cierto es que desempeñó su labor con unas dotes políticas excepcionales (21).
Cultura y Arte durante su reinado
Al igual que le pasara a su admirada María Antonieta (22), los franceses no querían demasiado a Eugenia. Compartía con la malograda reina el gusto por la moda y el lujo. E incluso se casó con el velo que la mismísima María Antonieta había lucido. Además, llegó a pedir que construyeran para ella muebles que recrearan los de la última reina de Francia. También fue una gran mecenas y gran defensora de la cultura. Protegió a escritores y artistas de la época, y aumentó de forma considerable el esplendor de una Corte rancia, decadente y casi siempre hostil hacia su persona (23).
Un heredero y múltiples infidelidades
Tras un aborto y varios intentos fallidos, la emperatriz temía no poder tener hijos. Al final, con algunos consejos que le había dado la reina Victoria de Inglaterra (24), experta en la materia, consiguió quedar embarazada. Dio a luz un niño sano a la edad de treinta años. Sería el único que tendría la pareja, pues Eugenia de Montijo pidió a su marido que no volvieran a compartir cama. Esto se debe a que el emperador visitaba más los prostíbulos que los cuarteles. La emperatriz, consciente de sus engaños, lo castigó echándolo de su lecho. A partir de ese momento, la obsesión política de la emperatriz sería garantizar que su vástago fuese el próximo emperador de Francia (25).
Caída del Imperio, exilio y ocaso de un sueño
Tras que Francia perdiera la guerra contra Prusia (26), hicieron prisionero al emperador. Dos días después, las fuerzas de la III República francesa lo depusieron. Eugenia huyó a Inglaterra con su hijo. Allí, aguardó la oportunidad de que su hijo restableciese el poder imperial. Cuando liberaron a su marido, se reunieron en Inglaterra. Pero éste falleció al poco tiempo por motivos de salud. Tras la muerte del Emperador, Eugenia se retiró a una villa en Biarritz. En ella vivió alejada de los asuntos de la política francesa (27).
Con respecto a su hijo (28), un joven de gran talento, prudente y simpático, estaba llamado a ser Napoleón IV, en caso de que se restaurase el Imperio. Pero primero quiso hacer carrera en el ejército. Por ello, se unió como oficial de artillería voluntario a las tropas británicas, que marchaban a Sudáfrica. En una emboscada tendida por los zulúes (29), cayó de su caballo y murió con veintitrés años, abatido a lanzazos tras un breve combate (30).
Últimos años de vida
Eugenia de Montijo quiso visitar el lugar donde había muerto su hijo. Tras ello, destrozada y sin ganas de vivir, volvió a Inglaterra, donde viviría cuarenta años más. Allí mandaría construir la abadía de San Michael, con una cripta imperial, para enterrar a su hijo. Posteriormente, el cuerpo de su marido fue trasladado a ésta, y ella sería enterrada también en ella. Todos ellos vestidos de riguroso luto por su hijo, su marido y su hermana.
Además, antes de morir, viajó en varias ocasiones España. Visitaba frecuentemente a la reina consorte Victoria Eugenia de Battenberg (31), de la cual era madrina y muy amiga (32).
Pasó sus últimos años de vida entre una casa señorial en Inglaterra, la cual acabaría convirtiendo en Museo napoleónico, y su villa en Biarritz. Su salud fue deteriorándose poco a poco. Poco antes de morir fue operada de cataratas en España, por el Dr. Ignacio Barraquer (33), operación que resultó un éxito. Una de sus últimas muestras de afecto a su patria fue escribir en el margen de un ejemplar del Quijote que estaba leyendo: «¡Viva España!» (34).
La muerte de la emperatriz de Francia
Eugenia de Montijo murió en 1920, de un ataque de uremia. Se encontraba en Madrid, en el Palacio de Liria (35). Tenía noventa y cuatro años. Su cuerpo fue trasladado en tren a París, acompañado por una comitiva de aristócratas españoles. El féretro fue recibido en la estación por los príncipes Murat, el embajador de España y miembros de la nobleza francesa y española, que le rindieron homenaje durante más de tres horas. Posteriormente, el cuerpo fue trasladado a Le Havre y Farnborough. La emperatriz fue enterrada en la Cripta Imperial de la Abadía de Saint Michael (36) en Farnborough (Inglaterra), al lado de su esposo y de su hijo (37).
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