No sé qué tal se os da lo de dar pedales, pero no os preocupéis, yo os llevo. Así que, subid. Nos vamos de viaje. Nuestra primera parada va a ser una calle cualquiera de un pueblecito muy cerca de Florencia. Vamos a buscar un edificio. Aunque aviso: no es ninguna joya del Renacimiento italiano. Es un museo. Pero aquí no busquéis obras ni de Brunelleschi ni de Leonardo. Es un museo de bicis. (1)
¿En serio? ¿Con todo lo que hay que ver en Florencia vamos a hablar de ciclismo? Pues sí. Y puede que a una parte de los que leéis esto, la palabra ciclismo solo os traiga una imagen a la cabeza: las siestas de verano mientras de fondo, en la tele, unos tíos con mallas se retuercen subiendo rampas imposibles en bicis que cuestan más que algunos coches. O puede que no. Puede que os pase como a mi y seáis unos enamorados de este deporte. Aunque si perteneces a esta otra parte, tampoco te emociones. No vamos a analizar los vatios que mueve Contador cuando sube L’Angliru (2). Esto es Khronos Historia no Ciclismo a Fondo.
Así que, bueno, seas de cualquiera de los dos grupos antes de darle a «cerrar artículo» y que me piten los oídos, dame una oportunidad. Va a ser interesante. Ya lo verás.
Italia unida… por un trago de agua
Os presento a los señores de la foto. El de delante, con jersey amarillo, se llama Fausto Coppi; el de detrás, de verde, Gino Bartali. Mirad bien la imagen. El poder de un solo gesto. En Italia no se ponen de acuerdo quién pasó el bidón de agua a quién. (3) En el fondo da igual. Ambos representaban sobre el asfalto el clima de tensión que reinaba en un país fracturado. O eras de Gino Bartali, católico y de derechas; o eras de Fausto Coppi, ateo y de izquierdas. Una rivalidad más real sobre el papel rosa de la Gazzetta dello Sport (4) que sobre la carretera. Una rivalidad artificial que se terminó con un trago de agua. Así de simple.
La verdad es que no solo existían diferencias ideológicas y/o espirituales. Mientras Fausto Coppi fue de los primeros ciclistas que seguía una dieta y viajaba con su masajista, Gino Bartali era más de fumarse un cigarrito al acabar la etapa y acompañarlo con una botella de buen vino. La merienda de los campeones. (5)
El fascismo también quiere montar en bici
Estamos en la posguerra europea e Italia es un país devastado. Un país roto, social y económicamente, por una guerra para la que nunca estuvo preparada. En esos momentos, las esperanzas de todo un país están puestas en las piernas de estos dos ciclistas.
Tras los sueños fascistas e imperiales de Mussolini, Italia se lamía las heridas y escondía los estandartes. El país no tenía grandes figuras deportivas. Toda la emoción la ponían una Roma y una Lazio muy politizadas (6); la primera con la izquierda roja y la segunda con los fascistas. En medio de este clima de tensión y fractura social, el ciclismo se alzó como válvula de escape. Y las cunetas de las carreteras se llenaron de gente dispuesta a olvidar por un momento la ruina y el dolor. Desde este momento, Fausto Coppi y Gino Bartali se convirtieron en la religión enfrentada del ciclismo italiano. (7)
Pero, vayamos al principio. Es 1936 y el delirio fascista del Duce está en su punto máximo. Por las carreteras italianas empieza a volar encima de su bicicleta un toscano de 22 años con nombre y apellidos: Gino Bartali. Es joven, muy joven, pero eso no le impide alzarse como vencedor del Giro ese mismo año. Un año después vuelve a repetir victoria y Mussolini dirige su mirada hacia el florentino.
Como toda locura totalitaria, la italiana también necesita mitos y gestas con las que embellecer su literatura. Y el Duce es fascista pero no tonto. Un deportista de este nivel se puede transformar en la propaganda perfecta. Con la manía que tiene esta gente por traspasar fronteras sin preguntar, Mussolini decide que lo del Giro está muy bien, pero que lo suyo es ir a Francia y ganar el Tour. Así entenderán los franceses quien manda aquí. Esa era la clave. Así se forjaban las leyendas. El dictador lo sabía y Gino Bartali se dejó querer, ¿o quizá no?
Aquí empieza vuestro infierno
Verano de 1938. Gino Bartali se presenta en Francia y vuelve con el Tour en la mochila, sacando más de quince minutos al segundo clasificado. Toda Italia se enamora de su ciclismo, de su esfuerzo, de su forma de correr. Su estrella comenzaba a brillar, también, fuera de las fronteras italianas. Su futuro más próximo era prometedor… pero había gente que tenía otros planes para Europa. (8)
Un año después de haber conseguido la victoria en la carrera francesa, la figura de Gino Bartali ya es enorme. A su sombra, comienza a despuntar como ciclista un piamontés pequeño, feo y desgarbado. Se llama Fausto Coppi. Es muy joven aún -apenas 20 años- pero ya presenta su firme candidatura a ganar el Giro de Italia. Y el alumno acabará superando al maestro. Pero el 1 de septiembre de 1939 el tiempo se para en el corazón de la vieja Europa. Un austriaco con bigote (9) decide traspasar otra frontera -la polaca- pero esta vez sin bici; este prefiere los tanques. Comienza la Segunda Guerra Mundial.
Ni la guerra consiguió bajarles de la bici…
El conflicto parte por la mitad la carrera deportista de nuestros protagonistas. Fausto Coppi aun será capaz de ganar en 1940 el último Giro de Italia antes de que la carrera se suspenda durante la guerra. El ciclismo desaparece. Las carreteras ahora son peligrosas.
Fausto Coppi es llamado a filas solo unos días después de ganar el Giro. En 1942, siendo soldado, aún se da el lujo de batir el récord de la hora en un descanso entre bombardeos. En 1943 es enviado al frente de África. Allí, cae preso de los ingleses y está dos años en un campamento para prisioneros. En 1945 es liberado en el sur de Italia. Con una bicicleta conseguida a través de un periódico napolitano (10), cruza el país hasta el norte, hasta su casa. Un año después está en la salida de la Milán-San Remo. Fausto Coppi vuelve a la carretera.
Coppi llega a la meta de San Remo con veinticuatro minutos de ventaja sobre Gino Bartali. La radio italiana hace un anuncio que pasará a la historia del ciclismo: «Primer clasificado: Fausto Coppi. En espera del segundo, les ponemos música de baile». No se puede decir con más clase.
Al final, lo que no consiguió romper la guerra lo hace la malaria. A finales de 1959, Fausto Coppi viaja a África para participar en unas carreras de exhibición (11). A su regreso a Italia cae enfermo. Muere el 2 de enero de 1960. Tiene solo cuarenta años.
Pero, ¿y Gino Bartali? El florentino también deja de competir, obligado, cuando la guerra llama a las puertas de Europa. Pero no abandona la bicicleta. Me explico. Lo que voy a pasar a contar es uno de los momentos más inolvidables del ciclismo; y de la Historia. O de la historia del ciclismo.
185 kilómetros…800 vidas
En plena Segunda Guerra Mundial, Gino Bartali sigue entrenando por las carreteras secundarias de la Toscana. Este florentino con nariz de boxeador es ya un ídolo en el país transalpino. Tiene 29 años y está en la cima de su carrera. Mussolini había utilizado sus victorias encima de la bici como propaganda del Régimen a pesar de los desplantes de Gino Bartali a la causa fascista. (12)
Entre 1943 y 1944, Gino Bartali recorre casi diariamente los 185 kilómetros que separan Florencia de Asís. Con calor. Con frío. También con lluvia. Utiliza la categoría casi de santo a la que le ha encumbrado el Duce para que nadie sospeche. Nadie hace preguntas. Nadie duda. Los nazis campan a sus anchas por el territorio italiano y, entre idas y venidas, Gino Bartali aprovecha para memorizar cada control de carreteras. Todos admiran la disciplina del campeón. El sacrificio de seguir entrenando a pesar del viento y la lluvia por aquellas carreteras solitarias. Pero Gino Bartali guarda un secreto.
Gino Bartali, el infiltrado perfecto
El cardenal Elia Dalla Costa -entre otros- (13) ha organizado una red clandestina para ayudar a escapar a cientos de judíos amenazados por las leyes raciales y las deportaciones. En los sótanos de un convento, cerca de Asís, se pone en marcha una vieja imprenta que confecciona la documentación falsa. Solo hace falta un correo. Alguien que traiga las fotos de Florencia hasta Asís y vuelva a la capital de la Toscana con los pasaportes falsos ya terminados. Y, sobre todo, que no levante sospechas.
Elia piensa en Bartali. Gino, tras pensarlo, contesta que sí. De esta forma, tanto él como su inseparable bicicleta se convierten en el transporte perfecto. Mientras pedalea por las carreteras como si de un entrenamiento más se tratase, los tubos del cuadro de su bici ocultan en su interior los pasaportes falsos (14) que van a suponer la tabla de salvación de unos ochocientos judíos italianos. Serán incontables los viajes. Él, católico convencido, se había criado en un entorno pobre y rural. Una situación donde la ayuda y el esfuerzo para salir adelante eran tan necesarios como respirar. Pero Gino Bartali no hace esto como un gesto de fe. No busca reconocimiento. No busca fama. Para él solo es un gesto de humanidad.
Gino Bartali se llevará su secreto a la tumba. Serán sus hijos lo que encontrarán por casualidad los documentos que le delatarán. Él nunca buscará, mientras viva, la palmadita en la espalda ni la felicitación pública. Y eso hablará, con bici o sin ella, de la grandeza de «el monje volador». (16)
Y del ciclismo, por supuesto.
Si quieres conocer otra historia, esta vez de una heroína en bicicleta, descubre la historia de Nancy Wake, la mujer más condecorada de la Segunda Guerra Mundial.
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