Si decimos que «Franz Kafka era kafkiano” no enunciamos ninguna tautología (1), puesto que añadimos información sobre él. Y es que pocos escritores han despertado tanta perplejidad como para conseguir que su apellido derive en un adjetivo con sentido completo.
En consecuencia, lo kafkiano denota algo irracional, angustioso y absurdo. Dicho esto, la originalidad en la vida y en la narrativa de Franz Kafka es lo que más nos subyuga y fascina. Tal vez porque comprendemos su extrañeza ante el mundo, su inadaptación y apreciamos su revolucionaria literatura llena de símbolos y metáforas. Relatos donde asoman criaturas híbridas y fronterizas, a medio camino entre lo humano y la animalidad, seres atormentados y marginales que buscan una salida. Así, nos encontramos con topos gigantes, perros y chimpancés que interpelan a los hombres, ratas que cantan, escarabajos repugnantes (2), etc. Un universo repleto de bichos raros que nos sorprenden.
Esta es la razón por la que reconocemos a Kafka como un ser único y maravilloso, el cual nos amplió los márgenes de la realidad hasta confundirlos con lo onírico. Aunque para el autor checo la vida no era un sueño, sino una pesadilla.
A pesar de la complejidad del personaje, desvelaremos algunos hitos de la biografía de Franz Kafka con la intención de iluminar sus abismos y recorrer sus laberintos mentales. Pues conocerle es amarle…
Franz Kafka – Un desarraigado frente al espejo
Franz Kafka nació en la mágica Praga (3). Justo cuando la nación checa estaba dentro del conglomerado de Austria-Hungría. Y hay que decir que nunca se sintió identificado con el imperio de los Habsburgo, si acaso tangencialmente.
No hablaba el checo sino el alemán, la lengua de los ricos de Praga (4). La lengua de Goethe y de Nietzsche, a los que admiraba. Pero tampoco el yiddish o idioma por antonomasia de los judíos de Centroeuropa. De facto, aunque su familia por ambos lados era de origen judío, no fue educado como tal. E incluso vivía fuera del ghetto.
En resumidas cuentas, que ni era checo, ni alemán, ni austriaco y ni siquiera judío. ¡Un desarraigado total!
Este sentimiento derivó en una crisis de identidad manifiesta y en una personalidad introvertida. Aunque para nada fue un marginado (5), pues contaba con muy buenos amigos. Gracias a uno de ellos, Max Brod, también escritor, la obra de Kafka está en nuestro patrimonio cultural. Resulta que en su hora postrera Kafka le pidió que destruyera todos sus escritos. Sin embargo, no lo hizo. Hoy celebramos su deslealtad.
Max Brod sabía perfectamente que sus perturbadores relatos eran geniales. Que surgían del insomnio. De robarle horas a la noche, aun teniendo que madrugar. Y que “escribía con sangre”, nietzscheanamente hablando.
Si concebimos la literatura como un espejo, en el suyo se refleja una realidad distorsionada. También vemos su única pasión y, sobre todo, su verdadera patria.
Carta Al Padre. Kafka frente a Kafka
El autor de La metamorfosis detestaba a su padre. Y eso no lo pienso yo, lo cuenta él en la obra Carta al padre (1919). Solo compartían el apellido, que por cierto significa “cuervo” en checo. En absoluto esta obra la escribió para ser publicada _casi ninguno de sus textos_ sino para que su progenitor fuera consciente de lo que él sufrió por culpa de su tiranía.
Esa pésima relación paterno-filial le marcó toda la vida. Y en esa carta no entregada se desahogó y despachó a gusto. Se publicó póstumamente.
No obstante, en su descargo hay que decir que Hermann Kafka, siendo de origen humilde, luchó toda la vida para que a su familia no le faltara de nada y fuera aceptada en la alta sociedad de Praga (6). Y lo consiguió. Un hombre ambicioso, pragmático, y seguro de sí mismo. Que trabajaba desde niño empujando un carromato repleto de piezas de carne, pues el abuelo Jakob era carnicero. Así, con muchos sacrificios, logró poner una tienda de complementos de lujo en el barrio pijo, siendo reconocido por la élite. Pero para su hijo no dejaba de ser un grosero y un maleducado.
Continuamente, Hermann Kafka le restregaba a su hijo lo bien que vivía a costa de su esfuerzo. Exasperante.
“Dirigías el mundo desde tu butaca. Tu opinión era la correcta, cualquier otra absurda, exagerada, anormal” (7)…
Se queja Franz Kafka en la mencionada obra.
¡Te destrozaré como a un pez! Las pamplinas del tío de Franz Kafka
El todopoderoso Hermann Kafka amenazaba a su hijo con esta frase. Y claro, sus gritos se oían por toda la casa, mientras el hijo temblaba de terror. Pronto empezó a tartamudear (8) en su presencia y a sentirse inseguro de sí mismo. Por desgracia, su padre fue un lastre en su desarrollo personal y emocional.
“Pero sin más me golpeabas con las palabras” (9). Vemos cómo todo lo que Franz Kafka hacía o decía era criticado por su padre. Y esta actitud negativa hería la sensibilidad del joven escritor. Por más que la madre, Julie Löwy, le protegiera, nunca se libraba de la cólera del padre. Incluso de su tío, el hermano del padre e igual de bruto. Este protagonizó uno de los sucesos más traumáticos de la vida del autor checo.
Tenía Franz Kafka 14 años cuando pasó. Estaba escribiendo y este hombre maduro le arrancó las hojas y las leyó con tono irónico. Le faltó tiempo para emitir un juicio:
“¡bah, las mismas pamplinas de siempre!” (10).
Nunca superó esa humillación. Posiblemente, ese desafortunado comentario sea el origen de su miedo a publicar.
La mala educación del padre de Franz Kafka
El padre, como buen déspota, era arbitrario en las normas. Franz Kafka no soportaba que, sentados a la mesa, le exigiera modales cuando él pasaba de todo olímpicamente. De este modo Hermann Kafka, mientras comía, se limpiaba y cortaba las uñas, manchaba el mantel de salsa, y se sacaba el cerumen de los oídos con un palillo (11). Y nadie le podía objetar nada, pues repetía hasta la náusea:
“¡No repliques ni una palabra! Y con la mano levantada al mismo tiempo” (12).
También era insufrible cuando despreciaba a su hermana Elli por estar gordita. Inclusive, pedía que se sentara a la mesa lo más lejos de él:
“A diez metros de la mesa tiene que sentarse la moza ancha” (13).
Sobre todo, le dolía que la imitara al andar para ridiculizarla… Por otra parte, tampoco aguantaba el trato que dispensaba a sus empleados en la tienda. Les llamaba “enemigos pagados” (14). Ellos, igualmente, sentían temor ante el tirano explotador.
Carta al padre es, pues, un grito de dolor ante la aplastante figura del padre. Que no era ejemplar y que le hizo el mundo aún más incomprensible.
Podía decirse que, familiarmente, solo existían su madre y sus hermanas: Elli, Valli y Ottla, a las que adoraba. Y a tenor de estas experiencias, Kafka inició un exilio interior. Posiblemente se sintiera como el escarabajo de su obra La metamorfosis.
Un joven llamado Franz Kafka
Repetía como un mantra a sus amigos: “todo lo que no es literatura me aburre” (15). Todo era un coñazo para él, menos escribir. Experimentaba con esta actividad la liberación de su atormentado subconsciente. En efecto, le resultaba terapéutico, pues al escribir su diario y sus narraciones se sentía aliviado. Y volaba su imaginación…
Su padre quiso que tuviera la mejor educación, ¡qué menos para un Kafka! De modo que matriculó a su hijo en el Instituto Alemán Altstädter. Allí estudiaban los hijos de la burguesía alemana, y la mayoría acababan convertidos en altos funcionarios del gobierno. O sea, deseaba que su tímido vástago aprendiera, se espabilara y se codeara con la crème de la crème. No en vano, el edificio estaba dentro de un majestuoso palacio barroco -el Palacio Kinsky- y eso no era moco de pavo. A tal efecto, le obligaba a ir siempre pulcro, elegantemente vestido (no hay más que ver las fotografías) y, sobre todo, puntual. Hermann Kafka era quien le compraba la ropa (16), y siempre de la mejor calidad.
El omnipotente padre estaba obsesionado con que su hijo triunfara, pero con esta pertinaz idea solo conseguía cargar de responsabilidad y de sentimiento de culpa a su hijo (17). Temía decepcionar el orgullo paterno.
De todos modos, Franz Kafka se formó más en la biblioteca de aquél vetusto instituto que con sus profesores. Estos eran tan fríos y rígidos como las paredes de las aulas. Así que nada que reseñar, solo el tedio de los días.
Kakfa desea estudiar Filosofía, pero acaba siendo abogado
La alargada sombra del padre seguía oscureciendo su libertad de elección. Y su autoestima. Necesitaba estudiar Filosofía para esclarecer sus preguntas existenciales. Pero también en ese tema Hermann Kafka opinaba y metía baza: “la Filosofía es inútil” (18). Así que nuestro escritor favorito cursó la carrera de Derecho para contentar a su padre. Al fin y al cabo, era quien pagaba sus estudios.
Consiguió ser un excelente jurista, a pesar de que le aburrían las asignaturas. Sentía, al estudiar las leyes, que se “llenaba la cabeza de serrín” (19)…
Lo mejor de esos años universitarios fueron los círculos culturales en los que se involucró. Una tarde en una conferencia sobre A. Schopenhauer polemizó con el ponente. ¡Este subestimó en su presencia la obra de Nietzsche! Imperdonable. El solitario Kafka le esperó en la calle y ambos intelectuales siguieron discutiendo… Los dos estaban muy enfadados, pero ese incidente fue el inicio de una gran amistad. El conferenciante se llamaba Max Brod (20) y, desde entonces, sus caminos convergían para siempre.
El ojeroso funcionario de la Assicurazioni Generali
Sin mucha vocación, acabó la carrera e incluso se doctoró en Derecho. Pero su exigente padre le echaba en cara lo mucho que perdía el tiempo. Quería que al finalizar las clases le ayudara en la tienda, pero Kafka prefería beber cerveza y zascandilear con Max Brod.
Su gran amigo le sacó del círculo de sí mismo. Max Brod y Franz Kafka compartían muchas aficiones, a saber, la lectura, las tabernas y los burdeles. Juntos se perdían por la vida nocturna de Praga.
Siendo ya doctor en Derecho empezó a trabajar en la Assicurazioni Generali. Lo mejor de este puesto de funcionario en la compañía de seguros era el horario: de 8 de la mañana a 14’30 de la tarde. De suerte, el doctor Kafka podía desarrollar su triple vida como currante, crápula nocturno (21) y escritor de madrugada. Aunque tampoco era para tirar cohetes, porque en su oficina se trabajaba también los domingos, y la burocracia le sacaba de quicio. En el fondo, odiaba su trabajo. Y las ojeras le llegaban a los pies…
Alcohol, Insomnio y Resaca
Esos años azules fueron muy intensos. Se preludiaba la Gran Guerra y la atmósfera estaba cargada de antisemitismo. De todas maneras, los dos amigos seguían con sus correrías por los antros de prostitución (22). Ya se sabe que la vida bohemia es consustancial a los escritores.
De la mano de Max Brod conoció el mundo sórdido de los cabarets, las copas y el alterne con mujeres de mala vida. No le importaba gastarse el dinero pues decía sentirse menos solo y más feliz que nunca. Aunque a decir verdad se estaba consumiendo por la falta de sueño. No dormía nada. Llegaba a casa ya clareando, con el tiempo justo de afeitarse y vuelta a la oficina.
Aún así, semidormido y con resaca, era altamente eficaz en su trabajo (23). Su jefe estaba encantado con él, pero no a la inversa. Ni sus superiores ni Hermann Kafka sabían de los coqueteos de Franz Kafka con los movimientos comunistas y anarquistas. ¡Menos mal que desconocían su vida oculta!
Llegó a la conclusión de que debía cambiar de hábitos. A partir de ahora bebería menos alcohol, practicaría gimnasia y se haría vegetariano (24). ¡El nieto de un carnicero siendo vegetariano! Paradójico. Todo para encontrarse mejor y poder escribir sin agotamiento. Pues la escritura era lo único que le llenaba.
Fran Kafka y las mujeres
Toda relación amorosa iniciada por Franz Kafka estaba condenada al fracaso. Sus noviazgos fueron muy difíciles. Le gustaban mucho las mujeres, sí. Pero odiaba el matrimonio. Un auténtico solterón vocacional. Con claridad meridiana lo explica en la mencionada Carta al padre, y nos dice que:
“no soy apto para el matrimonio. Esto se exterioriza en que a partir del momento en que decido casarme, no puedo dormir. La cabeza me hierve día y noche, ya no es vida, y me voy tambaleando desesperado” (25).
Y de nuevo, el fantasma de su padre como origen de sus neuras:
“En mi intento de matrimonio coinciden mis relaciones contigo…sería igual que tú” (26).
A Kafka le horrorizaba pensar que esta institución le volviese tan autoritario como su padre. Además, era consciente de que ya tenía una esposa muy celosa: la literatura.
Lo cierto es que sus cambiantes estados de ánimo tampoco ayudaban, pues lo mismo estaba contento, que cavilaba la posibilidad de tirarse por la ventana. Él mismo reconocía que era insoportable, y escribe:
“Ninguna mujer me ha decepcionado, yo a ellas sí.” (27)
Al menos, entona el mea culpa…
Felice Bauer el romance de Franz Kafka
Franz Kafka conoció a la señorita Felice Bauer en un almuerzo en casa de Max Brod. Ella era secretaria en Berlín y tenía 25 años. Kafka contaba con 29 años y solo la miró de pasada. No fue un flechazo. Nada de amor a primera vista, más bien todo lo contrario. De hecho, al llegar a casa la describió en su diario:
“cara huesuda y vacía, que exhibe abiertamente su vacuidad. Cuello desnudo. Una blusa puesta de cualquier modo. Parecía bastante pobremente vestida” (28).
Sin rodeos, que le pareció fea.
Pese a todo, no dejó de pensar en ella obsesivamente. Con Felice inaugura Kafka el género epistolar. Su romance duró 5 años y 500 cartas de amor. Eso sí, un amor turbulento, frenético y enfermizo. Hasta tal punto que su madre, Julie Löwy, llegó a ponerse en contacto con ella para informarle de la penosa situación de su hijo. ¡Kafka no comía ni dormía y se estaba quedando en los huesos!
No obstante, supo sacar rédito al insomnio. Hubo noches de gran creatividad que concluyeron en sus grandes relatos: La condena (29), La metamorfosis, El proceso… Pero Felice no entendía su pasión por escribir. Igualmente, sus obras le parecían muy raras. Pudiera ser que esta chica berlinesa fuera demasiado simple para el complicado Kafka.
Felice Bauer y Franz Kafka estuvieron a punto de casarse en dos ocasiones (30). Al final, rompió con ella por carta, alegando que había tenido un vómito de sangre. Todo muy kafkiano.
«La hija del zapatero»
El doctor Kafka era un corazón solitario. El fiasco con Felice le dejó deprimido. Empero, volvió a comprometerse con una joven judía, hija de un humilde zapatero. Y claro, su padre puso el grito en el cielo, ya que este matrimonio degradaría a la familia socialmente. Con brusquedad, Hermann Kafka aconsejó a su hijo:
“¡Vete a un prostíbulo y déjate de tonterías!” (31)
En cualquier caso, Kafka siempre se venía abajo. El insomnio, los dolores de cabeza y ahora la tuberculosis pulmonar pesaban demasiado. No se encontraba con fuerzas para hacer feliz a nadie. Y menos para tener hijos y educarlos como se merecen.
Es en este momento de su vida, completamente deshecho y hundido, cuando escribe la brutal Carta al padre. En ella, como hemos visto, le culpa de todos sus males.
Milena Jesenská
Tres años después de haber roto con Felice y aun estando comprometido con la hija del zapatero, Kafka conoce a Milena Jesenská.
Por primera vez se encuentra frente a una mujer que admira y comprende sus obras. Kafka gozaba de cierta fama, pues algunos de sus cuentos se habían publicado en revistas.
Se conocieron en una reunión de escritores en un café de Praga. Ella vivía en Viena y era periodista. Enseguida le comunicó su interés en traducir sus relatos al checo. Y él quedó fascinado con su vestido (32), su belleza y, cómo no, con su inteligencia. ¡Por fin conectaba física e intelectualmente con mujer!
Pero existía un problema insalvable: Milena estaba casada. ¡Qué contrariedad! Este hándicap, unido a que él ya peinaba canas –era 13 años mayor que ella– y que estaba gravemente enfermo, complicó la relación.
En las cartas a Milena se aprecia cómo pasa Kafka del insondable amor a los celos. Ella se sincera con él y le cuenta su dramática situación:
“mi marido me es infiel cien veces al año” (33).
A lo que él le muestra la solución:
“Lo mejor es que yo viajara a Viena y te trajera conmigo, quizás lo haga aunque tú no quieras” (34).
Mas ella no se decide a abandonar a su esposo. Este impasse sume a Kafka en un inmenso dolor porque la ama de verdad. Por eso le reprocha:
“yo no lucho por ti con tu marido, la lucha tiene lugar sólo dentro de ti” (35).
Incomprensiblemente, Milena Jesenská se separó del marido al morir Franz Kafka. Demasiado tarde.
El último amor de Franz Kafka: Dora Diamant
En la recta final de su vida Kafka se consoló con esta chica judeo- polaca. Fue su última amante y su última alegría. No hacían buena pareja: ella, una lozana jovencita, y él, un cuarentón demacrado. Compartieron un año de felicidad alejados de todo, pues se jubiló de la compañía de seguros y se independizó de sus padres. ¡Por fin dejaba de oír las broncas de Hermann Kafka! Era la primera vez que convivía con una mujer, tal vez porque Dora no necesitaba el matrimonio para sentirse su esposa.
Alquilaron un pisito en Berlín (36), que el escritor pagaba con su pensión. Ella le cuidaba y él escribía, incluso tenía tiempo para aprender hebreo en una academia. Todo era perfecto, hasta que empeoró de su enfermedad. La fiebre y el dolor de garganta aumentaban y le impedían comer. El Kafka larguirucho ahora solo pesaba 43 kilos (37), como el protagonista de su relato El artista del hambre…
Se dispuso, ante la gravedad del asunto, ingresarlo en el sanatorio vienés de Kierling. In extremis, se despidió de Max Brod y le rogó que destruyera su obra. Hizo caso omiso, y se asustó al ver una lechuza (38) posada en la ventana de su cadavérico amigo.
Kafka murió, el 3 de junio de 1924 (a los 40 años) bajo los efectos de una inyección de morfina. El médico retiró la aguja del brazo, Dora lloraba a los pies de la cama, y el pájaro de la muerte seguía allí.
Siempre temió morir como un perro (39), pero como vemos, Dora Diamant le salvó. Asimismo, Max Brod, al traicionar su última voluntad, le hizo inmortal. Y hoy Kafka está más vivo que nunca.
Fran Kafka y el Holocausto
Todos los protagonistas de las novelas de Kafka llevan vidas angustiosas y tienen la muerte como telón de fondo. A Josef K, en El proceso, le condenan sin saber por qué y muere asesinado violentamente. Kafkiano.
Bien parece que el autor checo presentía algo terrible: ¿el Holocausto? Josef K sería, pues, él mismo ante la Gestapo. Pero el destino –o la tuberculosis– le libró de ser una víctima más de la crueldad de los nazis.
En 1939 los alemanes invadieron Checoslovaquia y deportaron a sus hermanas a campos de exterminio. Elli y Valli murieron gaseadas en Theresienstadt (Praga) y Ottla en Auschwitz. La misma suerte corrió Milena, que acabó sus días en el campo de concentración de Ravensbrück. Ella no era judía, pero es posible que, por su romance con Kafka, se sintiera como una más. Y Por solidaridad, decidió ponerse una estrella de David amarilla en la ropa, amén de ayudar a muchos refugiados a escapar del infierno. Así, ha pasado a la posteridad no solo por ser la novia de Franz Kafka, también por su heroísmo.
El nombre de Milena Jesenská está grabado en el “Muro de honor” del Museo del Holocausto de Yad Vashem (Jerusalén).
Tanto Milena como Max Brod incumplieron los deseos destructivos del autor. Sin ambos, su obra hubiera caído en el olvido y no se leerían en el mundo entero las “pamplinas” de Franz Kafka.
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