Si hay un momento de la historia reciente de Argentina en que el futuro democrático del país estuvo pendiente de un hilo, ese fue el que hoy recordamos. Era 19 de abril de 1987 y el recién estrenado primer gobierno democrático argentino, encabezado por Raúl Alfonsín (1), demostró que no era tan fácil como parecía enfrentarse a los fantasmas de un pasado reciente.
Ese día marcado para la historia cayó en domingo de Pascua. Quedaría grabado en el recuerdo de la población local y en la hemeroteca mundial por varios motivos. Entre ellos por una frase pronunciada por Alfonsín a la población y que hoy ya es parte de la historia del país: «¡Felices Pascuas!… La casa está en orden» (2).
Pero vayamos por partes. El discurso del presidente buscaba intentar apaciguar a una población preocupada, y en parte desilusionada, por las últimas actuaciones del primer gobierno democrático (3). El descontento que se estaba cociendo en el interior de los cuarteles amenazaba con terminar de manera abrupta con el corto periodo constitucional del país (4). Se volvían a atisbar las sombras no tan lejanas de la última dictadura (5).
Los golpistas contra Alfonsín.
Desde que Alfonsín asumió el poder el 10 de diciembre de 1983, amparado por una generalizada celebración de la población, la relación del gobierno con los militares no había dejado de ser tirante, pues el gobierno había decidido castigar a los culpables de las desapariciones y delitos de lesa humanidad y no cerrar en falso la última dictadura militar (6).
Cuatro días antes de asumir el poder, Alfonsín emitió un decreto para enjuiciar a todas las Juntas Militares que gobernaron el país desde el 24 de marzo de 1976, hasta la guerra de las Malvinas (7), en 1982. Además, ordenó la creación de la CONADEP (8) para llevar a cabo una investigación profunda de la actuación de estos grupos militares para con la población del país y contra los derechos humanos (9).
Esta actuación fue considerada por la mayor parte de la población local como una verdadera osadía (10). Algo necesario para el buen avance del país. Sin embargo, levantó ampollas entre los miembros del ejército argentino que habían participado en los grupos de tareas (11) de la dictadura. En su gran mayoría aún permanecían en activo (12).
Alfonsín contra los militares
En septiembre de 1984, la CONADEP presentó el libro que recogía todos los testimonios de las víctimas de la dictadura, llevaría el título de Nunca Más (13).
Un año después, el 9 de diciembre de 1985, la Cámara Federal condenó a prisión perpetua a Jorge Videla (14) y a Eduardo Massera (15), como máximos responsables de las fragantes violaciones de los derechos humanos de sus compatriotas (16). También encarcelarían con penas menores a otros jefes militares cercanos a ellos.
Los argentinos estaban sorprendidos. La buena actitud que presentaba el gobierno de Alfonsín ante los culpables de la dictadura, hacía que incluso su inutilidad para salvaguardar la economía del país pasara desapercibida (17), aunque esta ya comenzaba a mostrar su tendencia catastrofista (18).
Alfonsín y la amnistía a los militares
Sin embargo, todo comenzó a cambiar al día siguiente de la publicación de las condenas. Alfonsín viró el rumbo y decidió aprobar la Ley de Punto Final (19), que ponía fecha límite a las denuncias contra las Juntas Militares, asegurando que de ese modo se buscaba cerrar la etapa pasada y avanzar en otras cuestiones primordiales para el avance del país (20).
Esta medida apareció para intentar contentar a los militares, culpables de los delitos de lesa humanidad, que estaban comenzando a alborotarse en los cuarteles, pero lo único que consiguió fue enfurecer a las víctimas y desilusionar a la población (21).
Aun así, durante los setenta días que duró la prórroga del gobierno, las denuncias llegaron por miles (22). En ellas se acusaban tanto a los jerarcas militares como a los mandos medios y rasos del ejército (23). Fue una bofetada en la cara de todos aquellos que pensaban que con trabas burocráticas sonseguirían acallar a las víctimas.
Nuevo intento de «amnistia» de Alfonsín
Viendo el cariz de los acontecimientos, así como el cabreo que se estaba cociéndose en los cuarteles, Alfonsín prometió llevar a la Cámara de los Diputados una proposición para que se discutiera la Ley de Obediencia debida (24), con la intención de librar de penas graves a los militares de baja graduación que supuestamente obedecían órdenes de sus superiores (25).
Intentaba, desesperadamente, que la olla militar perdiera presión, pero la discusión de la ley se fue alargando en el tiempo y en abril de 1987 todo estalló por los aires. Las víctimas se sintieron traicionadas y los verdugos no se fiaban de las intenciones del gobierno (26).
Los Carapintadas
Tiempo atrás en las Fuerzas Armadas Argentinas se habían creado una especie de comandos, con cierto carácter ultranacionalista, que recibían el apelativo de Los Carapintadas (27).
Dentro de estos comandos se encontraban los cabecillas del futuro intento de golpe de Estado. El detonante fue que, durante la dilatada discusión sobre la Ley de Obediencia Debida, el juez llamó a declarar como acusado de las tropelías de la dictadura militar a Ernesto Barreiro (28), Mayor del servido de inteligencia del ejército y miembro de Los Carapintadas (29).
Barreiro se negó a acudir ante el tribunal que debía juzgarlo por tortura y asesinato, y se amotinó con otras ciento treinta personas en el Comando de Infantería Aerotransportada de la ciudad de Córdoba (30). El amotinamiento se repitió en otras zonas del país, destacando entre ellos el de la Escuela de Infantería del Campo de Mayo (31) en la provincia de Buenos Aires con el teniente coronel Aldo Rico (32) a la cabeza. Era el Jueves Santo de 1987.
Los amotinados pedían al gobierno que hiciera dimitir a la cúpula actual de las Fuerzas Armadas Argentinas. También que los juicios a los militares que solo cumplían órdenes fueran más flexibles o se suspendieran (33). El gobierno desoyó la petición y pidió a los militares que obligaran a sus pares a finalizar con aquella actitud.
Un gobierno sin fuerza ni apoyos.
Solo el general Ernesto Elías (34), que sacó los tanques desde el II Cuerpo con sede en Rosario, respondió a la llamada gubernamental (35). Pero tardó varios días en recorrer los poco más de cuatrocientos kilómetros que separan la ciudad de Rosario del Campo de Mayo. La lentitud en el viaje se debió, en parte, al poco interés que tenían en un enfrentamiento armado y en la necesidad de buscar una solución pacífica.
La población contra los Carapintadas
Ante las primeras noticias sobre el amotinamiento de Los Carapintadas, miles de personas salieron a la calle, ocupando por completo la plaza de Mayo y pidiendo la rendición de los golpistas (36).
Todo dio un giro durante la mañana del 20 de abril. Alfonsín se asomó al balcón de la Casa Rosada, y dirigiéndose a la abarrotada plaza aseguró que se iba a reunir con el cabecilla de la revuelta en Campo de Mayo, e instaba a la población arremolinada en la plaza principal de la ciudad a que le esperasen allí hasta que volviera con la solución (37).
Pasaron un par de horas y Alfonsín se asomaba de nuevo al balcón de la casa de gobierno. Su primera frase, «¡Felices Pascuas!», daba esperanzas a los millones de argentinos que esperaban ansiosos por saber. El discurso siguió asegurando que el problema había finalizado, que los rebeldes había decidió deponer su actitud y que serían detenidos y llevados ante la justicia (38).
Cambio de rumbo de Alfonsín
A pesar del tono triunfante de Alfonsín, fueron muchos los que advirtieron en él un cambio de timón. Algo había cambiado en su discurso (39).
Poco después el presidente intentó limpiar, en parte, el nombre de los golpistas. Llegaría a asegurar ante un auditorio, tan incrédulo como abarrotado, que la intención de los militares no era dar un golpe de Estado, sino reclamar sobre su situación en el ejército (40).
Llegando, en un momento de vergüenza ajena y colectiva, a alabarlos por ser héroes de la guerra de las Malvinas (41). Una actitud, en mitad de un levantamiento golpista, que mostraba un quiebre en el gobierno (42).
El primcipio del fin de Alfonsín
Por ello, para una gran parte de argentinos, el momento en que Alfonsín pronunció la segunda parte de su famosa frase, esa que aseguraba «La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina», fue el principio del fin de su gobierno (43).
Desde luego, la ilusión de sus votantes y de los argentinos que veían en él la figura de un prócer al que seguir por su valentía ante los tiranos, había muerto ese domingo de Pascua en la plaza de Mayo.
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