De todas cuantas historias sobre princesas y reinas se puedan contar, la de Alejandra Románov es la más triste de todas. Y es que la de esta bella y melancólica princesa tiene algo que la hace distinta a las demás. Fue hecha prisionera, asesinada, descuartizada, quemada y abandonada en tierra de nadie. A día de hoy, todavía no se puede afirmar, con certeza, quién y por qué ordenó aquel crimen.
Esta es la historia de una hermosa princesa de cabellos dorados, ojos azules y cintura de avispa. La princesa de la triste mirada y de los, aún más, tristes destinos. Una princesa que llegó a ser emperatriz de la Corte más poderosa de Europa y acabó siendo santa de la Iglesia ortodoxa. La gloria y la muerte la acompañaron desde la cuna hasta el fin de sus días. He aquí la triste y bella historia de Alejandra Románov.
Una infancia marcada por la tragedia
Empezando por el principio, hay que decir que Alejandra Románov no siempre se llamó así. Su nombre real era Alix de Hesse y el Rin. Nació en el palacio Neues, Alemania (1), en la segunda mitad del siglo XIX. Su padre era el gran duque Luis IV de Hesse-Darmstadt. Su madre, la princesa Alicia del Reino Unido (2), hija de la reina Victoria de Inglaterra (3). Alix era la sexta de siete hermanos.
La primera de las muchas desgracias que viviría a lo largo de su vida no tardó en llegar. Su hermano mayor murió después de una caída, cuando Alix no tenía ni un año de edad.
Unos años después, casi toda la familia enfermó de difteria. Primero fue su hermana y días después todos los niños y el padre. Pronto falleció la menor de las niñas. Finalmente, la madre, quién había cuidado de ellos, enfermó gravemente y murió. Alix sólo tenía seis años de edad. Para la niña fue un shock terrible. Se transformó en una chica triste, tímida, retraída y frágil (4). La niña pasaría a partir de entonces mucho tiempo con sus primos británicos y con su abuela Victoria. La reina se hizo cargo de su nieta por voluntad propia.
Un amor imposible
La princesa Alix se convirtió en la niña mimada de su todopoderosa abuelita. Y ella lo sabía. Tanto es así que se atrevió a hacer lo que nadie se había atrevido a hacer antes. Le plantó cara a su propia abuela al negarse a casarse con su primo, con el que esta le había emparejado. La reina, lejos de enfadarse con «su niña», le dijo a su nieta que se sentía orgullosa de ella. Y le permitió tomar su propio camino.
Alix había conocido a un chico durante la boda de su hermana (5), y ambos se gustaron. Cinco años después, volvieron a reencontrarse, confesándose su amor. El chico era nada más y nada menos que el apuesto heredero del trono ruso: el príncipe Nicolás. ¡No tenía mal ojo la niña! Era rubio y de ojos azules, atlético, culto y elegante. Y el más rico de Europa. Nicolás escribió en su diario:
«Es mi sueño casarme con Alix. Me gusta desde hace mucho tiempo (…). Hasta ahora me he resistido. Tengo la sensación de que mi sueño se hará realidad.»
Nicolás y Alejandra Románov, juntos contra viento y marea
Alix también sentía lo mismo por él. Al principio tanto el padre de él como la reina Victoria, la abuela de Alix, se opusieron a la relación. El uno porque era profundamente anti-alemán. La otra porque detestaba a la dinastía Románov. Ambos buscaron para los jóvenes otros pretendientes, pero de nada sirvió. Aún así, el zar Alejandro (6) ignoró las demandas de su hijo. Sólo cedió cuando su salud comenzó a fallar, consciente de que debía dejar casado a su heredero antes de morir.
Otro evento volvió a reunirlos: la boda del hermano de Alix (7) y de la prima de Nicolás (8). El chico no desaprovechó la ocasión y… ¡le pidió matrimonio! ¡Así, a lo loco!
Su Alteza Imperial Alejandra Románov, zarina de todas las Rusias
Al principio ella se hizo de rogar, por sus diferencias religiosas, y el príncipe tuvo que sudar la camiseta. Pero al final, Alix acabó aceptando. Desde luego, no era una chica fácil. Fue invitada a Rusia, donde el zar le dio su bendición antes de morir, dejando a su hijo de 26 años como nuevo zar de Rusia. Al día siguiente, Alix cambió su nombre, convirtiéndose en su Alteza Imperial Alejandra Fiódorovna de Rusia, Alejandra Románov. Y se convirtió también a la fe ortodoxa (era luterana) (9).
El matrimonio no se hizo esperar. Nicolás y Alejandra se casaron en la Gran Capilla del Palacio de Invierno de San Petersburgo (10), a finales del siglo XIX. A partir de ese momento, Alejandra se convirtió en la esposa del hombre más rico y poderoso de Europa. El matrimonio permaneció unido, enamorado y fiel hasta el final de sus días (11).
Lo que mal empieza, mal acaba
La boda de Alejandra y Nicolás se celebró al poco de enterrar al zar. Las malas lenguas empezaron a hablar de una boda precedida de un negro ataúd; símbolo de mal augurio. La coronación oficial como zarina tuvo lugar unos días después. Ese día ocurrió una tragedia que muchos atribuyeron a esos malos augurios. Los zares quisieron compartir alimentos con el pueblo, para celebrarlo; sin embargo la población se abalanzó en forma de avalancha. Muchos murieron aplastados (12).
La joven Alejandra Románov vivió toda su vida lamentándose por su suerte. Ya de por sí era seria, reservada y triste. Pero tras mudarse a Rusia, su salud y su estado de ánimo fueron a peor. Acostumbrada a la austeridad de la Corte inglesa y alemana, la Rusia imperial, con su pompa y su etiqueta, la abrumaron. Esto sería un punto de inflexión en su reinado.
¿Y el heredero Romanov pa´ cuándo?
En el último lustro del siglo XIX, nació el primer descendiente del joven matrimonio. Era una niña, a la que llamaron Olga. Ante la decepción por la expectativa de un varón, pronto fueron a por el segundo. Nuevamente nació una niña, Tatiana. Le seguirían María y Anastasia (13). El pueblo, que no apreciaba a la zarina alemana, estaba desilusionado. Cuatro hijas y ningún niño. Para muchos la prueba de una maldición. Sin embargo, a la quinta va la vencida.
A principios del siglo XX nació el ansiado heredero: Alexis. Pero nuevamente la desgracia se cernía sobre la familia. El pequeño había nacido con una enfermedad congénita: la hemofilia. Alejandra había transmitido la enfermedad a su hijo. Esta la heredó de su abuela, la reina Victoria. Alejandra siempre se sentiría culpable de ello, y vivió atormentada por la salud de su hijo (14).
Se masca la tragedia de los Romanov
El hambre y las penurias del pueblo fueron creando un ambiente de recelo y desconfianza. Por otro lado, la familia imperial vivía al margen de lo que sucedía fuera de palacio. Todos vivían preocupados por la salud del pequeño zarévich, la cual se mantenía en secreto. Tanto es así, que Alejandra Románov recurrió a un curandero para intentar sanar a su hijo. El curandero se llamaba Grigori Rasputín.
Este logró convencer a todos de que realmente tenía poderes mágicos. En una ocasión puso sus manos sobre el pequeño y al poco tiempo su hemorragia cesó. Ante esto, Alejandra Románov se convirtió en su fiel defensora. Pero la gente sabía que aquel hombre no era trigo limpio. Numerosos testigos afirmaron que era un charlatán, mujeriego y promiscuo. Vamos, de santo nada. Pero Alejandra Románov no quiso escucharlos. Esta situación todavía agravó más la tensión entre el pueblo y la familia imperial (15).
Mártir y santa
Los últimos años de nuestra protagonista estuvieron marcados por lo anterior. Tristeza, aislamiento, depresión y temor. Esto la llevó a tener una relación fría y distante con su suegra. El matrimonio imperial, firmemente unido, cuidaba y protegía fervientemente a sus cinco vástagos. Alejandra Románov fue una madre cariñosa, esposa apasionada y mujer devota. Pero como zarina no supo estar a la altura. Probablemente porque nunca quiso serlo. Alejandra Románov sólo quería ser feliz, disfrutando de su marido y de sus hijos. Pero el destino no la dejó, tenía otros planes para la bella alemana (16).
El fin de una era escrito con sangre
La situación fue empeorando y finalmente estalló una revolución que acabaría con el régimen zarista. Era el fin de una era y el comienzo de otra (igual de mala o peor que la anterior, todo hay que decirlo). El comunismo había llegado a Rusia. Alejandra Románov y su familia fueron recluidos por los bolcheviques. Permanecieron aislados durante varios meses y, finalmente, fueron asesinados. Era una medianoche de julio, de hace cien años. Fueron fusilados y rematados con bayonetas, descuartizados y trasladados a un lugar secreto. Las llamas intentaron borrar la masacre (17).
La conmoción y el desconcierto en Europa y EE.UU.
A esta tragedia le siguió en los años posteriores la duda e incertidumbre de sus parientes. Investigaciones secretas, miles de versiones. Falsos supervivientes. Hallazgos, pruebas, teorías. El expediente Románov causó tal conmoción que, un siglo después, sigue abierto. Los cuerpos fueron hallados décadas después. Tras realizar estudios de ADN con familiares vivos para identificarlos, fueron enterrados. A principios del siglo XXI la familia imperial rusa fue canonizada. Sin embargo, a día de hoy todavía hay quienes afirman que la versión oficial no es fiable. Fruto de tantos años de silencio y mentiras bajo el telón de acero. El pueblo ruso no sabe qué creer (18).
Adiós, Alejandra Románov
Sea como fuere, Alejandra Románov fue una princesa modesta, hija de un duque y una princesa inglesa. De princesa alemana pasó a ser zarina de Rusia y finalmente santa de la Iglesia ortodoxa. Pero olvidando las etiquetas, Alejandra Románov fue una mujer que creció marcada por la muerte y la soledad. Vivió amargada, enfermiza y melancólica. Acosada por sus miedos y refugiada en su fe.
Acabó siendo sujeto de un plan perverso que, de haber sido justo, habría dejado vivir a la zarina y a sus hijos. Niños inocentes cuyo delito fue ser hijos del Imperio. La maldición de los Románov, vaticinada años antes por Rasputín, se había cumplido. Alejandra Románov, la bella jovencita tímida y reservada, fue una marioneta cruelmente manejada por los hilos del destino, a la que ni su fe ni su corazón, pudieron salvar (19).