Nunca nadie ha puesto en duda que Michelangelo Buonarroti, Miguel Ángel en castellano, fue un fenómeno en lo suyo. Bueno, en lo suyo y en lo de los demás, porque, la verdad sea dicha, era más polivalente que una navaja suiza. Tan pronto esculpía una escultura, como pintaba un cuadro, construía un edificio, diseñaba las fortificaciones de una ciudad o escribía poesía —tal cual, ¡poesía!—. Pero tranquilidad, no se pretende hacer aquí un desglose de sus obras con las principales características de cada una. Para eso ya tenemos Wikipedia. Vayamos un poco más allá y descubramos al joven canalla —con cariño— que se escondía detrás del artista.
Nace la joyita de la mitra – La vida de Miguel Ángel
Michelangelo Buonarroti fue a caer por este planeta allá por 1475 en Caprese (1), Florencia. Su padre estaba emperrado en que el chaval tenía que estudiar matemáticas y gramática, pero Michelangelo que no. Él quería ser artista, pero no uno de esos pintaparedes decoraiglesias que tan de moda estaban. Michelangelo Buonarroti quería ser escultor, profesión denigrada por aquel entonces y de la cual el gran Leonardo da Vinci, con mucha sorna, decía:
«Su rostro parece embadurnado y como enharinado por el polvo del mármol, que parece un panadero, y todo cubierto por diminutas esquirlas, cual si hubiese nevado sobre él, y sucia su habitación y llena de esquirlas y polvo de piedra» (2).
Pues eso, doble disgusto para el progenitor.
Amor de padre
Ahora bien, el amor de padre todo lo puede. Finalmente accedió a que entrase como aprendiz en el taller de un afamado artista de la época, Domenico Ghirlandaio. Aquí es donde Michelangelo, con 13 años, empezó a dar sus primeros pasos como artista… y como canalla. Un buen día, Ghirlandaio salió de la capilla grande de Santa Maria Novella, que estaba decorando, para hacer unos recados. Aprovechando la situación, el muy granuja de Michelangelo se puso a dibujar todo lo que tenía a tiro. Esto incluía andamios, mesas, enseres para la pintura e incluso a algunos de los aprendices que trabajaban con él. Cuando Ghirlandaio volvió, en contra de toda reacción lógica y humana imaginable, debió exclamar: «éste sabe más que yo» (3). Ciertamente, no es lo mismo que tu sobrino te garabatee las paredes con mucho amor pero con poco arte, que aquel que años después pintará la Capilla Sixtina te pintarrajee todo lo que pilla con mucho arte pero con poco amor.
Michelangelo Buonarroti – De profesión, falsificador
Ya desde adolescente a Michelangelo Buonarroti le pirraba estudiar y analizar las creaciones de artistas. Si es que, además de tener un don, estudiaba… y mucho. Tal era su devoción que solía copiar a la perfección dibujos de artistas antiguos, ensuciando el papel y envejeciéndolo con humo para poder así quedarse con los originales (4). Todo ricura, vamos. Eso sí, nada comparado con el summun de sus falsificaciones: el Cupido durmiente.
La Piedad. Michelangelo Buonarroti, 1498-1499. Fuente
Cuando el pillo tenía 21 años realizó una estatua de un Cupido recostado. Un miembro de la familia Medici, al ver la obra, le sugirió que la envejeciera para hacerla pasar por antigua (5). De este modo, Michelangelo podría venderla mucho más cara. Y así lo hizo el florentino. La obra se vendió a un cardenal por 200 ducados. Un pastizal para la época. Aunque al florentino sólo le pagaron 30. Se conoce que el anticuario romano que hizo de intermediario en la compra-venta conocía bien su oficio y reconoció el timo. Por lo tanto, decidió quedarse con la mayor parte de las ganancias. El joven artista se dio por aludido y prefirió dejarlo pasar. Lo curioso de todo esto es que el muy granuja, además de estar tocado por la mano de Dios, tenía una flor en el culo. Cuando el cardenal que compró el Cupido se dio cuenta de la estafa, en vez de castigar a Michelangelo, se convirtió en su patrocinador.
¡Baja Modesto, que sube Buonarroti! El maestro artista…
Hay que admitir, sin embargo, que Michelangelo Buonarroti era un hombre modesto; nunca firmaba sus obras. ¿Para qué si todo el mundo reconocía sus trabajos? Bueno, hubo una excepción, pero hay que decir que lo hizo obligado por la situación. Al parecer, en una ocasión, Michelangelo Buonarroti entró en la capilla donde se encontraba la que era hasta entonces su gran obra: la Piedad. Allí se topó con unos milaneses que alababan la obra. Todo muy correcto hasta que a uno se le ocurrió preguntar quién era el autor, a lo que otro le contestó: «Nuestro Gobbio, de Milán» (6). ¡Un milanés! ¡Hasta ahí podríamos llegar! . Y, para que nos entendamos, el pique entre Florencia y Milán en la época era del estilo al Barça-Madrid actual. Así pues, el muy golfillo se coló por la noche en la capilla y grabó su nombre en la estatua. Santas Pascuas.
El David de Michelangelo Buonarroti
La modestia le llevó incluso a afirmar que él no esculpía, sino que únicamente liberaba las esculturas del mármol. Era capaz de ver el alma de la piedra. Y eso mismo hizo cuando recogió el encargo de realizar el David (7) a partir de un bloque de mármol que un escultor anterior había dejado para el arrastre. Le importó un pito que el mármol estuviese agrietado, creó una majestuosa obra con unos increíbles rasgos anatómicos —para eso llevaba desde los 17 rajando cadáveres y estudiando su anatomía— (8). Se cuenta que, en ese momento, un magistrado de la ciudad le dijo que la nariz parecía demasiado gruesa. Michelangelo, impasible, se subió al andamio y con un cincel simuló dar golpecitos mientras soltaba poco a poco polvo de mármol que había recogido. Cuando terminó, le preguntó: «¿Qué le parece ahora?». A lo que el aludido respondió: «A mí me gusta más. Le has dado vida» (9).
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