El otro día escuché decir que «mirada de cerca, la vida es una tragedia, pero vista de lejos, parece una comedia». Me quedé ojiplático. No podía imaginar que hoy en día todavía se recordase a Charles Chaplin, y menos aún que alguien conociese alguna de sus frases. Fue reconfortante, la verdad. Pero lo realmente curioso es que esa frase me recordó una situación que, efectivamente, vista desde cierta lejanía, pudiera parecer si no cómica, sí por lo menos un tanto surrealista y rocambolesca. Me refiero a la reunión que mantuvieron el jefe del estado mayor alemán Hans Krebs y el teniente general Vaisily I. Chuikov con el fin de discutir la rendición de Berlín en la madrugada del 30 de abril de 1945.
Pero vayamos paso a paso. Hans Krebs había sido ayudante de Heinz Guderian (no confundir con el de ketchup «Heinz», que ese es otro), antiguo jefe del mando supremo del ejército alemán (u OKH), a quien sustituyó en el cargo. Era un «hombre bajito, con gafas y algo patizambo» que había servido como agregado militar en Moscú antes de la invasión alemana. De hecho, ostentaba el dudoso honor de haber recibido una palmada en la espalda del mismísimo Iosif Stalin cuando ambos despedían al ministro de asuntos exteriores japonés tras firmar el pacto de neutralidad soviético-nipón de 1941. «Debemos seguir siendo amigos, ocurra lo que ocurra» le dijo el siempre tan afable dirigente soviético con la cara de un auténtico maestro del póker. Obviamente, se olía las intenciones de Hitler con respecto a la URSS. Stalin siempre tan pillo. A Krebs la mandíbula le tocaba el suelo: «Estoy convencido de ello» le contestó en cuanto pudo recuperarse del asombro.
Por su parte, Vasily Chuikov, que tenía una cara de ruso que no podía con ella, fue quien se encargó de la defensa de la ciudad de Stalingrado (23 de agosto de 1942 – 2 de febrero de 1943). «¡Si sólo dejaron un amasijo de hierros y edificios en ruinas!» dirás. Pues sí. Pero rusos, no alemanes. Sin contar, además, el descalabro que supuso esta derrota para el ejército de la Wehrmacht (1). Aunque, a decir verdad, en vista de su talante, tampoco sorprende demasiado. Cuando Chuikov se puso al frente de la defensa de la ciudad, el comisario político Nikita Jrushchov y el general Yeremenko le preguntaron si conocía el objetivo de su misión. «Defender la ciudad o morir en el intento» respondió. Vamos, que agallas no le faltaban. En cualquier caso, el éxito cosechado en la defensa de Stalingrado y la habilidad demostrada en lo que a tácticas de guerra callejera se refiere le granjeó el honor de comandar uno de los ejércitos que iba a capturar Berlín. El objetivo era claro: llevar el espíritu de Stalingrado al corazón del Tercer Reich y repetir la hazaña.
Hechas las presentaciones, vamos a lo que en verdad nos atañe. Hitler tuvo a bien suicidarse en su búnker de Berlín el 30 de abril de 1945 a eso de las tres y media de la tarde. Por supuesto, no lo hizo solo. En su camino hacia el Valhalla le acompañaría Eva Braun, su amante de los últimos años, con quien se había desposado justamente el día anterior; Blondi, el pastor alemán que el Führer idolatraba; y los terriers escoceses de Eva. Sin embargo, Hitler debió olvidar que en el Valhalla sólo estaba permitida la entrada a guerreros de gran valía. Es decir, ni mujeres, ni perros. Y, para ser honestos, tampoco es que el propio Führer hubiese demostrado ser un gran guerrero. Pero divago. «¿Qué hacemos ahora que nuestro amado Führer ha muerto?», se preguntan los espectros del búnker. «Lo primero rendirnos y acabar con esta guerra sin sentido» decidirían al fin. Ya se sabe, muerto el perro se acabó la rabia. Y es que la batalla por la capital del Tercer Reich duró dos interminables semanas (del 16 de abril al 2 de mayo) en las que los rusos lanzaron 1,8 millones de obuses que acabaron con el 90% del centro de la ciudad. En ese escenario, que parecía sacado de un cuadro de El Bosco, las cifras de muertos, heridos y violaciones se disparaban. Había que acabar con esa locura.
Así pues, la Cancillería del Reich contactó con el alto mando del Ejército Rojo en Berlín para informar de que el general Krebs iba a ser enviado a parlamentar con ellos. Menuda le habían encasquetado al recientemente ascendido general. Con tal fin, se acordó un alto el fuego en el sector del 8º Ejército de Guardias de Chuikov que se prolongaría durante la noche del 30 de abril hasta las primeras horas del 1 de mayo. Por su parte, el general ruso proporcionó a Krebs un salvoconducto para que pudiese llegar hasta su puesto de mando, una casa situada a las afueras de Berlín.
Y aquí viene lo bueno. En vista de lo bien que marchaban las operaciones para capturar la capital del Reich, Chuikov había organizado un pequeño convite con el escritor Vsevolod Vishnevsky, el poeta Yevgeni Dolmatovsky y el compositor Matvei Blanter, habiendo llegado este último a la ciudad con la misión de componer un himno triunfal. Stalin siempre tan precavido. Bien. Cuatro rusos, en medio de una guerra que duraba ya seis años, a las puertas de Berlín y celebrando una inminente victoria. Sin contar, además, que el 1 de mayo era un día importante para los rusos (por eso del día del Trabajador, socialismo, etc., ya sabéis a qué me refiero). Obviamente, no podía faltar el vodka.
Como es de esperar, la sobremesa se alargó hasta bien entrada la madrugada, y a saber cuánto más se hubiese alargado de no ser por la inoportuna llegada de los plenipotenciarios alemanes a las 3.50 de la madrugada. ¡Hay que ver lo aguafiestas que pueden llegar a ser estos alemanes! ¿Qué hacemos? ¡Van a pensar que somos unos salvajes! Bueno, por lo pronto hay que deshacerse de las botellas de vodka. Hecho. Siguiente paso, ¿cómo le damos al guateque el conveniente aspecto de un consejo militar? Eso va a estar más complicado. Por suerte, Vishnevsky y Dolmatovsky, como corresponsales de guerra, llevaban uniforme militar y podían pasar por oficiales del Estado Mayor. Pero Blanter iba de paisano y cantaba. Calma. No pasa nada. Chuikov, haciendo alarde de su astucia, dio con la solución: «Metedlo en el armario y haced pasar al general Krebs y a los oficiales que le acompañan». Dicho y hecho.
«Voy a hablar de asuntos altamente secretos —comenzó a decir Krebs—. Son ustedes los primeros extranjeros en saber que Adolf Hitler se suicidó el 30 de abril». Chuikov, impertérrito, contestó: «lo sabemos». Naturalmente, no tenía ni la menor idea. En cualquier caso, las negociaciones para acordar un alto el fuego en Berlín siguieron adelante y Blanter, visiblemente perjudicado por el vodka, se quedó dormido dentro del armario. En ese instante, la mala suerte hizo que el desdichado compositor perdiese el equilibrio y cayese de bruces sobre la puerta, que evidentemente cedió. Así es como Krebs se encontró de súbito con un borracho vestido de paisano tirado en el parqué. La cara del general alemán debió de ser un poema. Chuikov, imperturbable, llamó a un asistente para que recogiese al individuo que estaba tendido en el suelo y se lo llevase. Después, el general ruso prosiguió las negociaciones como si lo que acababa de ocurrir fuese lo más corriente del mundo. Ni los hermanos Marx hubiesen sido capaces de pensar en una situación más inverosímil. Simplemente increíble.