Imagínate que un festival en forma de rave se descontrola por completo (llámale FIB, Primavera Sound, Arenal o como quieras). Imagina que todos los asistentes de pronto están de acuerdo en que desnudarse, montar sus buenas orgías y drogarse en común es una buena idea. Ahora también, imagina que todos estos jóvenes montan una revolución contra la seguridad del festival y los echan a patadas y empiezan a robar descontroladamente la bebida y la comida y okupan el recinto entero, una revolución. Así eran las raves en los 70s. Bueno, al menos la de Parco Lambro en Milán en 1976. Esos jóvenes de la época se hacían llamar «indios metropolitanos», y tenían edades de entre 13 y 17 años; unos «rebeldes» al estilo James Dean dedicados a la ocupación de los cines, los bares, los billares y las casas abandonadas del Milán de los años 70s.
La mayoría no tenían una cultura política, tampoco estaban afiliados a ningún partido y ni siquiera habían nacido en la época oportuna para la revolución juvenil. Sin embargo, la hicieron. Eran jóvenes, jovencísimos. Eran hijos «nacidos muertos» del 68 italiano, de trabajadores de las fábricas que habían huido de los centros de las ciudades en busca de un estándar de vida más exclusivo en algún extrarradio de la ciudad (un chalet o un adosado), y para ello habían abandonado a sus vecinos y a esa extraña familia que se forma con ellos (1). Estos jóvenes habían huido de los ideales de sus padres, con un sentido de la okupación extraordinario: ellos lo llamaban “reducir los precios” (de cines y teatros, fiestas, bares y billares), cuando la realidad era que los ocupaban. Entraban gratis, se colaban y consumían de manera masiva. Eran conscientes de no tener un futuro digno, y del trabajo precario, y estaban hartos de sacrificar su tiempo y juventud para sobrevivir en ese mundo, cuando lo que sentían era odio y rechazo.
Organizaciones como Re Nudo (2) se encargaban de organizar fiestas mediante la ocupación de plazas para así ofrecerles a los jóvenes la diversión que pedían a gritos –la mayoría de las veces la policía les esperaba con porras y una manguera a presión-. Estas organizaciones de ocio trabajaban casi de forma improvisada y colaborando con grupos juveniles politizados. Se les empezó a llamar de todo para encasillarles en el mundo de la política, y ellos ni siquiera lo pretendían: del día a la noche eran revolucionarios, unos hippies a la italiana, melenudos o cualquier otra cosa. Eran jóvenes, y querían emanciparse, sí, pero del mundo que habían heredado a la fuerza. Las revistas juveniles de la época reclamaban la voz oficial de estos jóvenes y ser su megáfono de consignas políticas. Hablaban de acontecimientos sociales, no de encuentros políticos. Se editaban pasquines, folletos, diarios e incluso cómics que los jóvenes devoraban y esparcían por toda la ciudad. Casi como sombras, estos jóvenes corrían por las ciudades que acaban de despertar de una larguísima posguerra (desde 1945 que acabó la Segunda Guerra Mundial).
Lo que sí estaba claro era que estos jóvenes eran violentos y contraculturales. Una revista les apodó “la guardia roja con zapatillas de deporte” por haber quemado las sedes de los servicios públicos de Milán y la de los pequeños empresarios e industriales. Sin gente dentro, eso sí.
La cumbre de este fenómeno juvenil, se celebró en Parco Lambro (Milán) en forma de rave. El cartel anunciaba un festival con músicos italianos de primer nivel del 26 al 30 de junio de 1976. Para cuando llegó la fecha, 100.000 jóvenes de Milán y otras ciudades llegaron a las puertas del parque. A los jóvenes subversivos, a la música, a la revolución tardía, se unieron las ansias de hacer negocio de los organizadores del evento. La sociedad de consumo de masas había llegado para quedarse. Sí señores, esto ya era una rave en condiciones (pero sin música electrónica ni hipsters).
El 27 de junio la revolución llegó al parque milanés y los jóvenes, inmersos en el festival, bailaban, comían, bebían, (se drogaban) y hacían el amor en todas las esquinas del recinto. Los organizadores cobraban por la comida y la bebida un precio que se incrementaba cada hora. Hubo quejas, por supuesto. Quejas por el precio de los bocadillos que los jóvenes se encargaron de “reducir” (colectivización de los bocadillos, ¡qué menos!). La revolución se extendía, se tomaron las casetas y los escenarios. Volaban los pollos congelados y las patatas fritas. Volaban los bocadillos, los micrófonos, la ropa y todo lo imaginable. En medio de esa batalla campal, cientos de jóvenes subían a los escenarios a coger el micro y decir lo primero que se les pasara por la cabeza, fuera lo que fuera: las jóvenes feministas, los anarquistas, los que creían saber cantar e incluso algún cantante de los del cartel se les unió con alguna improvisación allí mismo, como alguno que cantaba a la insurrección y que decía que se podía encontrar «tanto en el fondo de tus ojos» como «en la brillante mitra», en el «calor de tu seno» o «en los golpes a los fascistas», en la «música sobre la hierba» y en el «final de la escuela», en «tomarse de la mano» y «en el incendio de Milán». (3)
Aquellos jóvenes encontraron su revolución, su 15-M en forma de rave y allí mismo lo perdieron. La mayoría de ellos entraron a trabajar en las fábricas años después, otros entraron en la universidad y muchos, casi todos, emplearon esa fuerza de okupas que tenían dentro y se convirtieron en políticos; lucha y huelgas en las fábricas y en las universidades. Todos esos jóvenes llevaban viviendo una crisis económica y social llamada «Los Años de plomo» de Italia(4). Una de esas –muchas- crisis que ha atravesado Europa. No tenían nada a lo que aferrarse más que al primer trabajo que les saliera, les gustaba estar enterados de la vida política según se iban haciendo mayores y habían descubierto que su sistema político era mucho peor que un fraude: era incompetente. Con estos jóvenes nació el hueco social de los “desviados”, un papel que el establishment diseñó para justificar la brutalización de la policía y las medidas violentas contra los manifestantes (y todo aquel que se pusiera por medio).
Aunque una cosa no se perdió: siguió habiendo festivales (pero no con tanto desfase).