En la Europa de inicios del siglo XIX había una regla que todo el mundo debía respetar. Y ésa era, nada más y nada menos, que obedecer a Napoleón Bonaparte. En caso contrario te buscabas serios problemas. Eso fue lo que le pasó al papa Pío VII que dijo “pues si Napoleón es chulo, yo voy a serlo el doble, ¡ale!”. Y éste es el hecho que, a continuación, vamos a contar.
Lo primero de todo es ponernos en contexto. Napoleón Bonaparte, que ha pasado a la Historia como un canijo con malas pulgas, consiguió hacerse con el poder en Francia. Poco a poco, fue extendiendo su territorio por toda Europa (o al menos lo intentaba).
Entre el emperador Napoleón Bonaparte y el papa Pío VII se masca la tensión
El papa Pío VII había tenido ya algunos malentendidos con el emperador Napoleón Bonaparte (1). La tensión, además, se incrementaba por ese “talante progresista” del pontífice, que llegó a afirmar que la religión católica no estaba en absoluto en contra de la democracia. Y que alguien estuviera a favor de cosas tan modernas como la democracia, pues a Napoleón mucha gracia no le hacía, oye. Sin embargo, tampoco ese asunto le preocupaba mucho, ya que los Estados Pontificios eran un mero peón en sus estrategias militares (2).
Sin embargo, todo empeoró cuando el papa decidió no apoyar al gabacho en su plan de bloqueo a Gran Bretaña. Napoleón, de muy mala leche, mandó a su ejército imperial a ocupar Roma, hogar del pontífice. Una vez ocupada la Ciudad Eterna, ordenó la inmediata anexión de todos los Estados papales, pasando así estos a pertenecer al emperador. No obstante, Napoleón Bonaparte, que era muy buen hombre, permitió al papa seguir viviendo en Roma (3).
Ahora bien, el sucesor de san Pedro no se iba a quedar callado. Publicó la bula Quam memorandum, en la que, sin mencionar directamente a Napoleón Bonaparte, excomulgaba a todos los participantes del robo del patrimonio de San Pedro. El pueblo de Roma, muy de acuerdo con la bula, estalló en revueltas, que fueron sofocadas por el ejército francés. Fue entonces cuando el franchute, indignado por haber sido excomulgado, mandó arrestar al papa Pío VII. Así, los soldados imperiales entraron en el palacio del Quirinal exigiendo al papa que retirara la bula de excomunión. Pío VII, más chulo que un ocho, respondió: “No podemos, no debemos, y no queremos” (4). ¡Toma ésa!
Pues por chulo ahora te secuestro
Fue entonces cuando empezó el cautiverio del Santo Padre. Fue deportado primero cerca de Génova y más tarde, a Fontainebleau, Francia. ¡Tuvo un viaje de lo más horrible! De camino a Francia su carruaje volcó sobre unas aguas pantanosas, que le dejaron herido. Más tarde cayó enfermo hasta el punto de que le suministraron la extremaunción. Pero sobrevivió (5).
Durante su arresto, el emperador Napoleón trataría, en vano, de sacar provecho del papa Pío VII. Así, intentó obtener beneficios tales como trasladar la sede del catolicismo de Roma a París. Sin embargo, que el papa Pío VII estuviera en cautiverio no significa que viviera mal. Y es que fue agasajado con los mejores alimentos y la habitación más cómoda del palacio.
De esta forma se pretendía que Napoleón no sólo tuviera el centro de Europa en París, sino que también, la ciudad fuera el centro del catolicismo a nivel mundial. Así, París tendría una doble importancia a escala planetaria: política y religiosa. Como puede observarse, al emperador Napoleón Bonaparte, lo que es ego, no le faltaba en absoluto (6).
También, durante dicho cautiverio, Napoleón evitaba en la medida de lo posible que el papa tuviera algún tipo de comunicación exterior. De este modo, prohibió incluso que se le suministraran papel, tinta y pluma (7). Era un bullying en toda regla.
Hasta Napoleón tenía a veces miedo
Tal y como dice aquel dicho, a todo cerdo le llega su san Martín. Pues bien, resulta que al gabacho las cosas no le empezaban a ir bien por Europa, donde le estaban derrotando (8). Pensando que se trataba de un castigo divino por tener preso al pontífice, ordenó su libertad. Cuatro meses después, el papa Pío VII entraba de nuevo en Roma. Fue recibido por su pueblo entre vítores y aplausos (9).
Terminaba un tormento para aquel pobre anciano al que el emperador Napoleón no pudo achantar ni con amenazas, ni con sobornos. Fue uno de los pocos que supo hacerle frente y que no dio su brazo a torcer. ¡Ole, Pío VII! (10).
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