Aquella mañana fría de febrero, en el Madrid de Isabel II, allá por el siglo XIX, nadie podía haber adivinado las intenciones que tenía el señor Martín Merino, más conocido como el cura Merino (1), para hacer que esa fecha (2) no fuera la de un día cualquiera. El cura, como cada día, había ido a su misa matutina; aunque iba a ser la única rutina de aquel día, que era especial. Merino ansiaba estrenar un estilete que había comprado años antes en el Rastro; sí, de segunda mano, porque al parecer aunque le había tocado la lotería (3) era un tipo bastante estirado.
Cuando no había arcos de seguridad era fácil meter armas en el palacio
Ese día se celebraba la cuarentena del nacimiento de «la chata», que así llamaban a la infanta (4). Se trataba de una celebración merecida, ya que de los trece hijos que tuvo la Reina con Francisco de Asís (o eso se dice), pocos sobrevivieron a los primeros meses de vida. Seguramente fue así porque los reyes eran primos doblemente (ya sabemos lo que pasó con Carlos II…).
Merino se dirigió al Palacio Real, donde iban a estar los grandes de España, dispuesto a estrenar su estilete por todo lo alto. El cura pudo meter el arma en el palacio sin problemas, gracias a su sotana, a la que le había cosido el estilete para hacer una entrada a lo Assasins Creed.
Una vez dentro llegó la hora de fijar el objetivo. El cura estaba bastante descontento con el Gobierno español, por lo cual se fijó en Narváez y en la reina Isabel II. Curiosamente, la Reina era la que menos protección tenía en aquel momento, así que decidió actuar. La Reina se encontraba con la pequeña infanta en brazos, y el cura, con la escusa de saludarla, se acerco a ella.
¡A por la reina! El cura Merino pierde la cabeza
Ejerciendo una maniobra digna de Ezio Auditore, el cura Merino sacó el estilete de la manga (5) y le asestó una rápida puñalada a la Reina en el costado derecho(6). Cuando fue a rematar la tarea, ya que la puñalada no hizo el efecto que esperaba, toda la Guardia Real se abalanzó sobre él, impidiéndole finiquitar este arduo asunto.
La Reina solamente sufrió un leve desmayo, que puso en vilo a todos los médicos al creer que el arma podía estar envenenada. Algo en lo que el cura no había pensado: «Torpe de mí, se me olvidó ese detalle».
La herida de la Reina fue pequeña y se recuperó en breve, ya que el estilete fue amortiguado por los tejidos de oro del manto y por las barbas de ballena del corsé. En cambio, el cura no podría recuperarse de su rápido juicio con sentencia de muerte incluida; además, de regalo, fue degradado de las órdenes eclesiásticas.
El cura fue condenado a morir por garrote vil. Además, tuvo que llevar los ropajes reservados para los reos que hubieran cometido regicidios (7). Estos eran de color amarillo con topos encarnados. ¡Qué uniforme estrenó el cura!
Así que, cinco días después de casi haber acabado con la vida de la reina de España, el cura Merino salió a lomos de un burro hacía el Campo de Guardias, donde iban a sentenciarlo. Tras ejecutarlo, decidieron quemar su cuerpo y destruir todos sus enseres personales, con el fin de evitar que se le pudiera martirizar por sus «locuras».
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