¿Te imaginas vivir en siglo XVIII, acudir a una iglesia y saber que bajo tus pies hay una gran cantidad de personas enterradas? Estos eran los antiguos cementerios en España. Y tú preguntarás, ¿cómo sabría que estoy caminando sobre una sepultura? Muy sencillo, por el olor.
¿Fe o salud? La cuestión de los cementerios en España
Este es uno de los motivos que llevó al monarca Carlos III, (1) en el año 1787, a emitir una Cédula Real. Quería prohibir los enterramientos dentro de los recintos eclesiásticos, pues hasta la fecha, dentro de la religión católica, esta era la práctica de enterramiento habitual. Pero como la fe era más fuerte que el hedor, la sociedad seguía entrando a la iglesia para realizar su rutina.
Así, alegando sobre las malas condiciones higiénico sanitarias, se comenzó a erigir cementerios a extramuros, alejados de la población, en sintonía con la naturaleza y con una buena ventilación, gracias a Dios.
¿La sociedad estuvo de acuerdo o pidió algún que otro «referéndum»?
Existía la arraigada tradición del pueblo español de enterrar a los seres queridos en las iglesias, debido a esos estrechos lazos de la vida y la muerte, la tierra y el cielo. Por esta razón, la sociedad se negó a este nuevo cambio, pues rompía con sus creencias más profundas. Pero como siempre ha pasado a lo largo de la Historia, lo que dice el rey va a misa, nunca mejor dicho.
Así se comenzó a realizar a las afueras de la ciudad estas instalaciones, que finalmente consolidaron su arquitectura en el siguiente siglo, naciendo como tal los actuales cementerios, bajo la influencia tipológica de Francia e Italia (2).
¿Toda España siguió la Cédula Real o hicieron trampa?
Fueron muchos los pueblos que se negaron en rotundo a seguir este nuevo mandamiento del monarca. Así que siguieron realizando enterramientos dentro de las iglesias, porque “los españoles son muy españoles y mucho españoles” (3).
Pero debido igualmente a las malas condiciones higiénicas de la época, eran muchas las enfermedades que asolaban a la población, como brotes de fiebre amarilla. Así que los ciudadanos tuvieron que dar el brazo a torcer y ceder ante la cédula del Rey, pensando muy a regañadientes que, en realidad, dar sepultura a las afueras del pueblo o ciudad era lo más lógico. Ya no solo por higiene, también por espacio y miedo a un posible contagio y por lo tanto, a un nuevo brote.
Así, finalmente, en toda España se comenzó a seguir este Decreto. La gestión de los camposantos a extramuros fue llevada por las autoridades eclesiásticas y por las parroquias de cada lugar.
¿Cómo era la tipología de los cementerios?
Carlos III no se complicó a la hora de establecer la forma de estos recintos. Aunque realmente recalcaba mucho en seguir unos dictámenes concretos en cuanto a la sanidad e higiene.
Quería una construcción simple: un espacio cercado con tapias de mampostería y una fachada de acceso (4). Con eso bastaba para enterrar a los seres queridos y no dejar apestando ni la iglesia ni el pueblo, evitando así más de un mareo.
Pero estas construcciones no se quedaron aquí, pues los artistas de la época quisieron aprovechar el tirón y convertir estos cementerios en un despliegue arquitectónico y escultórico. Comenzaron así arealizar desde pequeñas lápidas ornamentadas, hasta grandes y gloriosos panteones y mausoleos. Obviamente, estos últimos tan solo se los podía pagar la gente de alta cuna, pues muchos exigían construcciones siguiendo la moda de la época y piedras muy concretas, como el mármol traído directamente de Italia.
Pero… la ciudad crece
El problema que Carlos III no tuvo en cuenta fue el crecimiento urbano de la población. Todos los cementerios estaban alejados de la ciudad, pero no se percató de que con el paso del tiempo y el aumento del número de habitantes, se construirían más viviendas y comercios que, inevitablemente, llegarían a englobar estos cementerios como parte de la ciudad. Pasaban a estar ahora en sintonía con la urbanización y no con la naturaleza -pero al menos mantenían esa buena ventilación-.
Por otro lado, en los pueblos más pequeños, los cementerios siguieron conservando su carácter aislado. Porque lejos de que dichos lugares crecieran en arquitectura y habitantes, estos últimos se trasladaban a ciudades más grandes, vamos, el famoso éxodo rural que nos enseñaron en el instituto.
Realmente, el tufo fue uno de los vehículos que llevó al monarca de la época a establecer un nuevo tipo de enterramiento a las afueras de la ciudad. Hoy en día, aún sigue habiendo cuerpos enterrados bajos los recintos eclesiásticos pero, por fortuna y gracias a décadas de incienso, ese olor particular no ha llegado hasta nosotros.
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