Tras unos paseos por el centro de Madrid, he llegado a la siguiente conclusión: las patillas a lo torero de turno se han vuelto a poner de moda. Pero esto de llevar patillacas no es nada nuevo por estos lares. Y no solo se ha dado en el mundo caballeril, sino que féminas tan famosas como Lola Flores, conocida como “la Faraona”, las han llevado. Para los jovenzuelos que no seáis ya ni millennials, esta señora era la flamenca que hacía las delicias de vuestros abuelos y bisabuelos el siglo pasado, con hits tan populares como “que me coma el tigre” o “la zarzamora”.
Pero no vamos a hablar de su música, sino de la relación de esta señora con el Imperio romano. O, mejor dicho, de sus patillas con la Hispania del siglo I después de vuestro señor.
Cuando pensamos en escultura romana, a muchos nos viene a la cabeza las figuras de los emperadores y sus familias, empezando por Augusto. Pero si visitáis el museo de Arte Romano de Mérida podréis deleitaros con una escultura de una jovenzuela con unas patillas al más estilo de la Flores a la que han puesto el apodo de “la gitana”. Cuando uno se encuentra ante semejante vello facial esculpido, se pregunta cómo ha llegado hasta ahí.
Antecedentes de la chica de las patillas
Recordemos que, tras la segunda Guerra Púnica (1), en la que los romanos les dieron de lo lindo a los cartagineses y los expulsaron de la Península, comenzó la ocupación de esta.
En el año 19 a.C., tras doscientos años de guerra de conquista, Augusto había terminado con las últimas resistencias de astures y cántabros. Comenzó entonces lo que todos hemos estudiado en el colegio: la única, indiscutible e inigualable “romanización”. La Península Ibérica quedaba así definitivamente integrada en nuestro querido Imperio romano.
Un ligero recorrido por el retrato romano
Dentro del proceso de aculturación de esa romanización, hace su aparición estelar el retrato romano (2). Entre éstos hay que diferenciar, por un lado, los que tenían un carácter público y por otro los privados.
El retrato oficial: emperadores dejando huella
En cuanto al público, el retrato del emperador de turno y sus familias era omnipresente. Multitud de imágenes aparecían por todas las plazas de cada ciudad (3), con un claro mensaje propagandístico (4). Estaban presentes en los templos, en las monedas, en los monumentos públicos y hasta en la sopa, vamos. Y es que todo el mundo tenía que ver lo beneficioso que era el régimen que sustentaba toda esta parafernalia (5).
Durante el momento final de la República, los retratos tendían al realismo, representando al susodicho con sus imperfecciones (6). No obstante, con Augusto se imponen modelos más idealizados (7). Esto no fue algo casual, y es que el hombre era el mayor groupie de Alejandro Magno, por lo que hizo suyos los modelos helenísticos en el arte (8).
Además, el señor en su cabeza pensaría: para qué voy a salir calvo, con arrugas y una prominente barriga a lo Paquirrín, si me pueden retratar cual jovenzuelo, con melena ondeante, y unos bíceps que ni Schwarzenegger.
El retrato privado, para gente de postín
Este retrato romano oficial va a servir de patrón en los encargos particulares (9). Sin embargo, el privado va a tener más libertad en la representación. Además, nos aproxima más a la sociedad romana y a ciertos elementos autóctonos (10).
Eso sí, dentro del retrato romano privado tampoco va ser igual el de unos personajes que otros. Los señores que estaban más cercanos al poder tenían que mostrar su adhesión al Imperio, y representarse acorde a lo que se hacía en la metrópoli. Es decir, tenían que demostrar lo que les molaba el emperador, así que se hacían esculturas imitándolo. Cuanto más romano pareciese todo, mejor. “Pon más nariz ahí” (se comenta que les decían constantemente a los artistas). En resumen, la semejanza del retrato romano privado con el oficial era una manifestación de adhesión al régimen (11).
En Emerita Augusta, lugar del que pertenece nuestra “gitana” hay varias muestras de ese apego a los modelos por parte de los particulares (12).
El retrato femenino
Esta mezcla entre el gusto por lo romano y lo autóctono se dará en el caso masculino, pero también en el femenino. Será precisamente en este momento augusteo cuando aparecen estos últimos retratos, que también imitarán en cierta medida a las esposas de los emperadores. La influencer de la época era Livia, gran matriarca de la familia julio-claudia. Ésta había sido divinizada por su nieto Claudio, porque su hijo Tiberio no la podía ni ver ni en pintura (moviditas familiares).
No obstante, el retrato de las mujeres, subordinadas a sus maridos, excluidas oficialmente y apartadas de todos los cargos civiles o públicos (13), va a tener más libertad. Éstas añadieron a sus esculturas elementos pintorescos según sus propios gustos personales y modas locales. Esto sería impensable en el caso masculino, que como hemos dicho, tenía que demostrar la adhesión al poder y a la oficialidad.
«La gitana» y sus patillas a lo Lola Flores
Y así llegamos a las patillas que nos ocupan. El retrato pertenece al periodo final de los julio-claudios (14), y habría tenido un uso funerario. El resultado que vemos es una hibridación entre las corrientes autóctonas con las de cuño romano (15). Es decir, que debía haber entre los indígenas del siglo I d.C. una moda de llevar las patillas así (16). Además, algunos autores han encontrado paralelos en esquemas ibéricos de raíz local (17). En resumen, este carácter local unido a la influencia del retrato romano, que venía de la metrópoli, es el que dio como resultado a nuestra amiga.
Y así, un día le llegaría al escultor un encargo de una señora, que debía ser la Lola Flores del siglo I d.C. de la Lusitania, que pedía bien de patillas, y ahí las puso el artista, sin contemplaciones. El retrato apareció en Mérida en 1948 y en la actualidad podemos disfrutar de este peculiar vello facial en el Museo de Arte Romano de la misma ciudad. Así que, para los que queráis ver patillas fuera de una plaza de toros, ya sabéis a dónde podéis acudir.
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