Que la muerte iguala a todos los seres vivos, es un hecho constatado. Nada más cierto que aquello de el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Pero todos sabemos que hay hoyos y hoyos. Las tumbas en las que descansan para la eternidad los faraones, gobernadores y demás notables, en el Antiguo Egipto, eran un reclamo irresistible para muchos ladrones de tumbas. Las riquezas de las que se rodeaban, para emprender el viaje al Más Allá, resolvían la vida a los amigos de lo ajeno.
Pero, ¿estos ladronzuelos eran gente sin escrúpulos, capaces de arriesgar la vida terrenal y la eterna por encontrar un tesoro? ¿O simplemente eran personas necesitadas a quien las amenazas de los sacerdotes «les traían al pairo»? En cualquier caso, eran chorizos, profanadores, saqueadores, ladrones de tumbas…
A prueba de listos
La particular forma de enfrentarse a la muerte en el Antiguo Egipto, requería de una buena suma de dinero. No todo el mundo podía construirse una pirámide o una mastaba, comprar el sarcófago y pagar a los embalsamadores. Era cosa de ricos.
El fabuloso tesoro que se escondía en las tumbas, funcionaba como un imán para los amigos de lo ajeno. Los robos y saqueos dependían, en gran parte, de la pericia de los ladrones de tumbas. Una lucha de ingenios, que se prolongó a lo largo de los siglos en Egipto.
El primer guardián
Durante el Imperio Antiguo, en Egipto, todas las pirámides eran saqueadas, sin excepción, por los ladrones de tumbas. En éste periodo, la mayoría de la población conocía el lugar donde estaban enterrados el faraón o sus altos dignatarios. Hasta que llegó el Imperio Nuevo. Y es que el faraón de turno (1) andaba muy preocupado por la posibilidad de perderse las maravillas del Más Allá si a alguien se le ocurría profanar su cuerpo. ¿Y qué hizo? Pues ni corto ni perezoso, buscó una solución muy ingeniosa.
Decidió construir su tumba en el Valle de los Reyes, la famosísima necrópolis de Egipto que a todos os sonará. Así, se lo puso muy difícil a los ladrones de tumbas, pues hasta allí no llegaba cualquiera (2). La decisión acabó con el tradicional enterramiento en hipogeos (galerías que servían de sepulcros) excavados en la roca. Y de paso, separó la tumba del templo dedicado a su culto.
Los campos de Ialu (3)
La otra vida se veía como una prolongación de la vida placentera. De ahí la importancia que se daba en Egipto al culto del cuerpo del difunto. La muerte se concebía como la última prueba en el mundo terrenal.
Así, toda precaución parecía poca para evitar los saqueos de las tumbas. Para ello, las construían en lugares de difícil acceso y dejaban la entrada fuera de la vista. Además, para mantener alejados a los curiosos y a posibles enemigos, colocaron a un cuerpo especial de mercenarios (4), que se encargaban de la seguridad. Y por si fuera poco, los hombres «contratados» para construir la tumba del faraón, ¡vivían en un poblado (5) del que tenían prohibido salir! Así, los obreros vivían y morían en el pueblo, algunos hasta la muerte del faraón.
Durante muchos siglos fueron frecuentes los robos en Egipto, incluso durante el mismo acto de entierro y, aún más, a lo largo el proceso de momificación. En el mercado negro, eran muy apreciados los amuletos y otros objetos de oro.
Como un laberinto
La nueva arquitectura de las tumbas iba orientada en busca de la salvación del difunto. Dicha salvación, no solo era espiritual, sino también física. Desde el Imperio Medio, el sistema de losas, por el cual se accedía a la cámara principal, se sustituyó por otro más efectivo: las compuertas. Lo malo de tanto esfuerzo es que los ladrones de tumbas no tardaron en encontrar la forma de superar estos obstáculos. Imagino la desolación del arquitecto cuando encontrase la tumba profanada a través de un simple agujero (6). Pero como la rendición es un acto de cobardes, los constructores de las pirámides idearon un complejo sistema de seguridad a base de pasillos ciegos, ángulos simétricos o bifurcación de corredores. ¡Todo por salvaguardar el tesoro del faraón!
Ladrones de tumbas… ¡Has sido tú!
Los principales sospechosos de los robos eran siempre los propios obreros. Recordemos que ellos eran los únicos que conocían la ubicación exacta tanto de la cámara principal como del comienzo del pasillo. La sospecha se hacía más que evidente cuando los ladrones solían encontrar a la primera el camino correcto. No hacía falta ser muy perspicaz, digo yo. Los métodos, los de siempre: sobornos, asesinatos a sangre fría, secuestros… Los centinelas caían como chinches. La triste verdad se muestra en toda su crudeza al imaginar el trágico destino de los obreros. Aun así, pese a todos los esfuerzos por proteger el tesoro, la mayoría de las tumbas fueron violadas (7).
¡Hay que ver! ¡Qué inventiva!
Con el fin de engañar a los delincuentes y hacerlos creer que se encontraban en la cámara real, diseñaban largos pasillos descendentes, con acceso a varias cámaras. Una puerta tapiada y disimulada daba acceso a las escaleras, que desembocaban en la verdadera cámara mortuoria del faraón. Pozos, vanos ciegos, dobles muros. ¡La imaginación al servicio de la eternidad! En el caso de los pozos, encontramos una doble finalidad. Por un lado, evitaban que el sepulcro se inundase en caso de fuertes lluvias en el valle. Éste era un fenómeno frecuente. Y por otro lado, se convertían en una trampa mortal (8).
La “mafia” del desierto en Egipto
La fama de poseer el monopolio del crimen de los habitantes de la aldea de Gurna (9), viene de la época de los faraones. La habilidad y mutismo de esta especie de «gánsteres egipcios» propició una especie de mafia de ladrones de tumbas. Contaban con un desarrollado instinto para encontrar tumbas. Además, gozaban de un canal de distribución adecuado para colocar la mercancía sin ser descubiertos. La organización era tan efectiva, que las propias autoridades egipcias se vieron en la tesitura de tener que chantajear a los sospechosos para encontrar la ubicación exacta de las tumbas, con cuyos tesoros comerciaban. La mayoría quedaban en libertad por falta de pruebas. Qué raro, ¿verdad?
Shopping de antigüedades
A finales del siglo XIX (10), empezaron a aparecer en el mercado objetos de gran valor; especialmente papiros en muy buen estado de conservación. El servicio de protección de antigüedades egipcio descubrió lo que hasta ahora ha sido el último escondite importante de momias reales. La pista la dieron los adinerados occidentales que recorrían los anticuarios de Luxor, como quien va de compras a una gran superficie. Las indagaciones llevaron a seguir muy de cerca a un sospechoso. Detenido y encarcelado, confesó que había descubierto (11) un escondrijo lleno de momias y un gran número de tesoros (11).
Maldiciones y castigos
Para hacer confesar a un sospechoso se le sometía a palizas con bastones. Y, una vez demostrada su culpabilidad, podía sufrir la mutilación de nariz, orejas y ojos. El mayor castigo se reservaba al que hubiera quemado el cuerpo del faraón. ¿Su destino? Morir empalado, eliminando su nombre de su tumba para impedirle tener vida en el Más Allá. ¡Así se las gastaban! Confiaban en las maldiciones para atemorizar a los saqueadores. Éstos debían atenerse al peligro al que se enfrentarían si osaban perturbar al faraón en su eterno descanso. Esta maldición, se podía leer en la tumba de Tutankamon:
La muerte llegará rápidamente a aquel que ose perturbar el reposo eterno del faraón.
Con tremendas amenazas, ¡no se como se atrevían a profanar las tumbas! ¡Qué valor!
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