Si en el siglo XVI hubiese existido el Sálvame, Enrique VIII Tudor, rey de Inglaterra, habría sido, sin duda, el favorito de la audiencia. Su currículo amoroso fue tan concurrido, que podría rivalizar con el del mismísimo Julio Iglesias. Se casó 6 veces y, salvo la última, ninguna de sus mujeres acabó bien parada.
A una de sus esposas, que era su cuñada, la acusó de incesto. A otras dos las mandó decapitar. Otra, lo dejó viudo al año y medio (probablemente la única a la que quiso). A otra le pidió el divorcio a los seis meses de haberse casado, por no ser de su agrado. Y la última, la más afortunada, sobrevivió a la muerte de su gigantesco esposo, de 150 kilos y casi 2 metros de alto. Sin duda, tras su muerte, la pobre mujer se quitó un buen peso de encima. Y como era muy chulo él, también se «divorció» del Papa de Roma y fundó su propia Iglesia. ¡Casi nada!
Y es que Enrique VIII era mucho Enrique, y su palabra era ley. Pero pudiendo tener (y de hecho, las tuvo) tantas amantes como pelos en el cuerpo… ¿Por qué demonios despilfarrar tanto dinero en seis bodas?
Enrique VIII y sus esposas: La primera, se casa con su cuñada
Pero, vayamos por partes. En primer lugar, hay que tener en cuenta que en aquella época sólo podía heredar el trono un hijo varón. Y, por supuesto, este debía ser legítimo, es decir, concebido y nacido en santo matrimonio. Nada de hijos de amantes, que ésos eran bastardos (como Jon Snow).
Cuando el hermano mayor de Enrique VIII(1) murió, su padre decidió que Enrique (quien era ahora el heredero al trono), se casase con la viuda de su difunto hermano, su cuñada Catalina. Antes de casarse, Catalina (que por cierto, era hija de los súper famosos Reyes Católicos) (2), hubo de jurar que no había llegado a consumar el matrimonio con su hermano, para poder así obtener el permiso del Papa para casarse con su cuñadísimo. Finalmente, se casaron y vivieron «felices» durante veinte años.
Sin embargo, dos décadas después, Catalina no había dado un hijo varón a Enrique VIII, aunque sí una niña (3). Cansado de esperar a su ansiado heredero varón, le pidió al Papa que declarase nulo su matrimonio con su cuñada. Para ello alegó que esta (según él) no era virgen cuando se casaron. El Papa se negó, entre otras cosas, por miedo a las represalias que pudiese tomar su ya de por sí enemigo el rey de «España» (el archiconocido Carlos I de España y V de Alemania), que era sobrinito de Catalina (hijo de su hermana Juana la loca, para más señas).
¡Pues a tomar por saco la Iglesia católica y el mismísimo Papa!
Enrique VIII, que no aceptaba el no por respuesta, rompió con la Iglesia católica de Roma y fundó su propia Iglesia: la Iglesia anglicana. En esta él era la cabeza dirigente, pasando a formar parte de la lista vip de los posibles «anticristos». Así, con el poder civil y el religioso en sus manos, nada ni nadie podía frenar a Enrique VIII. Por fin, mandó a Catalina a freír espárragos y se casó con su amante, Ana Bolena (que ya estaba embarazada de 6 meses).
Enrique VIII decapitaba a sus esposas – ¡Que le corten la cabeza!
Pero la dicha duró poco. Cuando Ana dio a luz una niña (4), nuestro Enrique se sintió «estafado». Y si a eso le sumamos las malas pulgas que se gastaba Anita cuando se enteraba de que Enrique le había vuelto a poner la cornamenta, la cosa no podía acabar bien. Tras un segundo embarazo fallido, Enrique VIII decidió que tenía que cambiar de mujer (sí, otra vez).
Así, acusó a Ana de adulterio con varios hombres y la mandó decapitar. Tras esto, declaró nulo su matrimonio con ella, por lo que su hijita pasó a ser ilegítima (como ya lo era su hermana mayor, la hija de Catalina).
¡De esposa en esposa y tiro porque me toca!
Enrique VIII ya había puesto los ojos en otra jovenzuela cortesana de buen ver llamada Juana. Así, se casó con ella con la esperanza de que esta no viniese «defectuosa» de fábrica y, al fin, conseguir el ansiado heredero que tanto buscaba. ¡Y lo logró! Fruto de este matrimonio nació el principito Eduardo.
Según parece, nuestro Enrique había encontrado al fin una mujer a la que amar. Pero la pobre Juana murió doce días después de dar a luz al niño. Enrique quedó desolado. Sin embargo, tres años después se casó por cuarta vez. Ella era Ana, una francesa de veintitrés años, que no duró más de seis meses en el trono. Y es que Enrique VIII se comprometió con ella sin haberla visto en persona. Y, cosas que pasan, cuando la tuvo cara a cara, casi le dio un patatús. Poco dispuesto a seguir casado con una mujer tan (según él) fea, se divorció.
¡Y aquí no paró la cosa! Se casó por quinta vez con otra Catalina. Esta era muy joven y coqueta. Tanto, que no ofrecía sus encantos únicamente a su marido y, pillada in fraganti, Enrique VIII la mandó decapitar. Finalmente contrajo matrimonio por sexta y última vez con, nuevamente, otra Catalina, pero ésta tuvo más suerte.
Un desenlace inesperado… La enfermedad y muerte de Enrique VII
Tras cinco años de matrimonio, Enrique VIII, que en otro tiempo había sido un joven guapo y atlético, murió obeso, con una úlcera en la pierna y probablemente de sífilis. Gobernó durante 30 años, con mano férrea y voluntad de hierro. Hizo y deshizo a su antojo y no hubo reina, emperador o papa que lo frenase. Para bien o para mal, no se puede negar que tenía agallas y que, sin duda, cumplió su deseo más ambicioso: la inmortalidad.
Y es que es, probablemente, el rey más famoso de la Historia de Inglaterra. Además, ha sido uno de los reyes cuya vida más impacto y protagonismo ha tenido en la cultura popular. Sin embargo, hubo algo que Enrique VIII no pudo lograr, a pesar de sus esmerados esfuerzos: que un hijo varón le sucediese en el trono y llevase la dinastía Tudor a la gloria. Su hijo Eduardo solo reinó durante seis años, manejado por sus consejeros, hasta que con 16 años murió.
Como Enrique VIII, antes de morir, había vuelto a reconocer a sus hijas como legítimas y las incluyó en la línea sucesoria; la mayor se convirtió en reina de Inglaterra, aunque por poco tiempo. Cinco años después falleció de cáncer de útero, dejando un país pobre y dividido entre católicos y anglicanos. Irónicamente, fue la hija de Ana Bolena (cuya cabeza rodó por el patíbulo), esa niña bastarda de cabellos rojos y fe protestante, la que llevó su apellido a las cotas más altas de triunfo y gloria. Superó en inteligencia, poder y reinado a su propio padre y sin un hombre a su lado, demostrando así ser más digna del trono que cualquier hijo varón. Estamos hablando de la reina Elizabeth I, pero ésa ya es otra historia…
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