En el escenario de la Segunda Guerra Mundial y poniendo como excusa que “estas gentes representaban un foco de inseguridad” y que eran “nidos de odio y enemistad para el pueblo norteamericano” (1), el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt autorizó el internamiento en campos de concentración de cerca de 120.000 japoneses en suelo americano (de primera, segunda, o tercera generación). De un total de 127.000 japoneses o japo-estadounidenses residentes en EEUU; de los que 112 mil vivían en la costa oeste.
Desde el principio aunque las autoridades políticas (el Presidente) y policiales (FBI) desmintieron la participación de estos ciudadanos en actos de espionaje o colaboración enemiga, la opinión pública y los periódicos locales (2) se dejaron guiar por el odio y la xenofobia y atacaron directamente a estas comunidades de inmigrantes. La expresión más famosa fue “A Jap is a Jap” (Un “japo” es un “japo”); no importaba cuántas generaciones llevara en EEUU, su profesión o historial delictivo; por su procedencia, una persona estaba marcada por el odio. Se atacaron las escuelas con mayor número de colegiales japoneses y se las calificó como “centros de educación racial de odio”. La repercusión de esta ola de xenofobia fue tal que hasta aquellos niños que tuvieran un dieciseisavo de japonés (un solo bisabuelo japonés bastaba) podían ser enviados a uno de esos campos de concentración.
Tras el bombardeo de Pearl Harbor de 1941 en el que Japón hundió la más importante flota estadounidense del Pacífico, toda persona con ascendencia japonesa pasó a ser enemiga y por tanto, objeto de odio y discriminación. Las leyes de enero de 1942 obligaban a todo ciudadano estadounidense con ancestros japoneses a notificar al FBI posibles cambios de vivienda, trabajo o nombre. La presión sobre estas personas fue creciendo más y más hasta que finalmente se redactó la Executive Order 9066 firmada por el presidente Roosevelt por la que se observó de cerca a todo japonés residente en EEUU y a estadounidenses con ancestros japoneses (también koreanos y taiwaneses, que entonces eran territorios del Imperio japonés). La zona de mayor presión para estas personas fue la llamada “Military Zone no. 1” esto es, toda la Costa Oeste. Al principio, esta ley limitaba las libertades cotidianas, aunque fue endureciéndose hasta prohibir el acercamiento a bases militares y finalmente prohibir la salida de estas personas de la zona marcada hasta nueva orden. Para mayo de 1942 el aviso que se le dio a toda esta gente fue el de notificar su dirección actual para que fueran a centros de reunión y desde allí, ser internados en los campos de concentración que se les asignara.
Había dos categorías principales de campos de concentración: los de la DOJ (Department o Justice Camps) donde se internaron a decenas de miles de japo-estadounidenses acusados de ser enemigos y colaboracionistas con el enemigo; y los de la WCCA Civilian Assembly Center, más laxos y con menos espíritu carcelario, donde se metía a gente de todo tipo y condición. Los WCCA se acabaron convirtiendo en los WRA (War Relocation Authority) centros más preparados para el internamiento prolongado. Dependiendo de sus profesiones, su historial delictivo o si eran sospechosos de ser enemigos de EEUU, todas estas personas fueron realojadas e internadas en distintos centros, incluso los niños (conocidos como los 101 de Manzanar (3)) fueron reubicados en orfanatos. Estos niños eran hijos de sospechosos, o huérfanos sin más, con padres desaparecidos y que anteriormente vivían con familiares.
A todas estas personas se les daba un plazo de 6 días para preparar sus cosas y ser enviadas directamente al campo de concentración (4). Allí encontraban unas condiciones de vida infrahumanas: meros barracones sin cocina ni agua corriente. No obstante, cada centro de internamiento dependía de autoridades diferentes y las condiciones de vida variaban. Ante esta situación, se hizo popular dentro de los campos la expresión shitaka ga nai algo así como “no se le puede hacer nada”, todo un epitafio de resignación.
Durante su estancia en estos campos, a estas personas se les entregaban unos cuestionarios en los que debían responder a preguntas sobre sus costumbres de vida (tales como si preferían el béisbol o el judo, si leían en inglés, si eran cristianos o budistas, o qué comida preferían). Estas preguntas determinaban el “nivel de lealtad” de los prisioneros. Las dos últimas cuestiones directamente preguntaban a los prisioneros si se enrolarían en el ejército de los EEUU y si estarían dispuestos a luchar contra el ejército japonés, leal al emperador. Todos aquellos que respondían “no” a estas dos últimas cuestiones eran conocidos como los “nonos” y se les segregaba y marginaba dentro de los propios campos por sus propios compañeros prisioneros, temerosos de ser también castigados por los guardas.
En enero de 1945 estos campos se disolvieron mediante un acta de la Corte Suprema y, aunque algún campo no se cerró hasta 1946, todos los internados fueron obligados a volver a la Costa Oeste (aunque ya no tuvieran nada allí) con 25$ como disculpa y un billete de tren en el bolsillo (5).