En palabras de Virginia Cowles: El zumbido de los motores del avión debería haberme relajado. Siempre había sido así. Pero mientras atravesábamos los Pirineos, notaba la sangre golpeando sin piedad las paredes de mis arterias. Aún no había amanecido. Hacía solo unos minutos que había despegado del aeropuerto de Toulouse y no mucho tiempo después estaría pisando suelo español. Mi destino final era Valencia. (1)
Todo esto sería algo muy normal. Y, aunque viajo por trabajo, en el fondo no lo es. Estamos en 1937. Solo una semana antes de mi viaje, los fascistas italianos huían como pollos sin cabeza de los campos embarrados de Guadalajara, (2) en lo que se había convertido en la primera gran victoria de la República. Más tarde descubriríamos que también era la última. Pero ahora, a finales de marzo de 1937, Madrid seguía resistiendo…y yo estaba muerta de miedo.
Me llamo Cowles, Virginia Cowles
Era la primera vez que iba a pisar un país en guerra. Y, por cierto, mi nombre es Virginia Cowles. Nací en Boston, en una familia acomodada y la única “guerra” que había vivido hasta ese momento fue el salto con doble tirabuzón hacía el abismo que había pegado la Bolsa en 1929 y que marcó el comienzo de la Gran Depresión en los Estados Unidos. (3) A pesar de todo, siempre quise viajar y escribir, pero no tardé mucho en darme cuenta de que, siendo mujer, eso no iba a ser nada fácil. La eterna y rancia canción.
Cuando por fin conseguí trabajar para algún periódico, lo único a lo que pude aspirar fue a escribir artículos desde una perspectiva de mujer. Así que, estaba decidida a cubrir la guerra de España y a dejar de maltratar a mis neuronas con ridiculeces del tipo:
“La señorita Cowles disecciona los maridos que las chicas de alta sociedad pueden elegir”.
Por tanto, allí estaba, a punto de aterrizar en la otra capital de la República.
Suspiros de España. El viaje a la guerra
Valencia era un hervidero (4). La gente llenaba las calles y las paredes estaban tapizadas de carteles llamando a derrotar al monstruo del fascismo. La ciudad rebosaba de vida y uno no tenía la sensación de estar en un país en guerra. El frente aun quedaba demasiado lejos de allí y yo era lo suficientemente inconsciente para querer estar en primera línea. Así que solo estuve dos días a orillas del Mediterráneo. El lunes, a primera hora, abandonaba la ciudad camino de Madrid. A las nueve de la noche el coche en el que viajaba atravesaba la Gran Vía bajo un silencio asfixiante y opresivo. La ciudad estaba a oscuras y las calles, desiertas (5). Poco después, con el ruido sordo de la artillería a lo lejos como telón de fondo, estaba en la puerta del Hotel Florida, en la madrileña plaza de Callao.
Me dieron una habitación en la quinta planta. Una habitación grande y exterior. Sí, exterior. Me acerqué a la ventana. Una sucesión de tejados grises daban paso, a lo lejos, a unas pequeñas lomas onduladas. Y esas lomas pertenecían al enemigo. El enemigo, por lo tanto, tenía línea directa de tiro con mi cama, sin necesidad de hacer transbordo. Sin embargo, el recepcionista le quitó importancia. El hotel no era ningún objetivo militar y si un obús atravesaba mi habitación, lo haría solo por error. Mucho más tranquila, dónde va a parar.
Crónicas de whisky y obuses
El Hotel Florida (6) era una trinchera cultural del Madrid asediado. Fotógrafos como Robert Capa y Gerda Taro; corresponsales como Josie Herbst, Marta Gellhorn, Tom Delmer o Mijaíl Koltsov; y escritores como Dos Passos, Hemingway, Antonie de Saint-Exupery o Andrè Malraux tenían allí su refugio. Y como no solo de pan vive el hombre, también era refugio de brigadistas, prostitutas y alcohol en cantidades industriales (7), cuyo almacén principal era la habitación de Ernest Hemingway.
A finales de abril, la artillería franquista decidió –por gusto o por error- poner la mira de sus cañones en el Florida. Con las paredes retumbando, los pasillos se convirtieron en un caos de carreras sin rumbo y gente desnuda. A medida que las puertas de las habitaciones se abrían y la gente bajaba a buscar cobijo en el sótano, se destapaban todo tipo de relaciones, como la de Hemingway y mi amiga Martha Gellhorn, quien tiempo después se convertiría en su tercera esposa. En definitiva, un laberinto de whisky, sexo, sonido de máquinas de escribir y tertulias que nunca terminaban antes de la madrugada, plagado de reporteros idealistas comprometidos en la lucha contra el fascismo (8)
Una ciudad bajo los escombros
Fue el británico Tom Delmer quien se ofreció a acompañarme en mi primer paseo por Madrid. A pesar de estar llena de socavones, agujeros de bala y edificios con solo la mitad de la fachada, la vida seguía fluyendo en la capital. Por extraño que parezca, los madrileños se habían acostumbrado al silbido de los obuses y a las detonaciones de los morteros (9). Salvarse de un bombardeo había pasado a ser una actividad cotidiana. Y Madrid era proletario con toda su alma. La mayoría de los cafés y los hoteles estaban dirigidos por los propios trabajadores (10) Las clases altas habían tomado partido por Franco y, o habían huido, o estaban escondidos o los habían fusilado.
Los dos hoteles más grandes y más lujosos de Madrid –el Palace y el Ritz- ahora eran hospitales. Y estaban hasta los topes. El día que entré en el Palace nunca olvidaré aquel espectáculo. Manchas de sangre en el suelo, en las paredes y salas llenas de camillas, enfermos, heridos, mutilados. Dolor. Quejidos. Gritos. Muchos gritos. Intentado escapar de aquella imagen, me equivoqué de puerta y acabé en los quirófanos. Allí las enfermeras no llevaban uniforme y la mayoría eran rubias oxigenadas y tenían las uñas pintadas de rojo. Más tarde me enteré de que en España lo de ser enfermera era profesión casi exclusiva de las monjas. Como todas estaban en el bando de Franco, los médicos tuvieron que echar mano de cualquier ayuda que encontraron. De prostitutas, vaya.
Gran Vía, «Avenida de los Obuses»
Los periodistas enviábamos los artículos desde el edificio de la Telefónica, que estaba unos metros más arriba del Florida en la Gran Vía. Era el edificio más alto de la ciudad y desde su torre se veían perfectamente los frentes de batalla de la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria. Al destacar tanto sobre el resto de edificios, era un objetivo militar recurrente. Durante el tiempo que estuve en Madrid aguantó unos ochenta impactos directos. Pero ninguno lo movió ni un milímetro (11)
Los artículos se mandaban a diario a Londres y a París (12). La cantidad de periodistas que nos juntábamos allí era desesperante y a veces se tardaban unas cuatro o cinco horas en poder enviar la información. Además, había que pasar el filtro de la censura, dependiente del Ministerio de Estado y cuyo máximo responsable era Arturo Barea (13). A Barea lo acompañaba la austriaca Ilse Kulcsar. Los dos aguantaron la embestida franquista en el edificio de la Telefónica. Allí trabajaban y allí, en un par de colchones en el suelo, cerraban los ojos el poco tiempo que tenían para descansar. Y allí, entre bombas y despachos de guerra, surgió –una vez más- el amor.
Durante el tiempo que estuve en Madrid hice muchos viajes al frente. Visité trincheras en El Escorial, en la sierra de Guadarrama, en Guadalajara. Siempre me llamó la atención el empeño que ponía la República en instruir a sus soldados. Que dejasen de ser analfabetos fue una obsesión. En uno de los cuarteles de la Casa de Campo vi una habitación llena de hombres hechos y derechos peleándose con una cartilla titulada “Canuto, el soldado bruto”. En la pared, bien visible, había un cartel con un mensaje claro:
«Leed. Combatiendo la ignorancia derrotareis al fascismo» (14).
Billete de ida y vuelta
También visité las trincheras del valle del Jarama. Y eso fue el principio del fin. Era el frente donde luchaban las Brigadas Internacionales y yo buscaba poder entrevistar a algún brigadista inglés o americano. En mayo de 1937 este era el sector más importante de España. La carretera de Valencia era el último hilo que ataba la cometa de Madrid a la mano de la República.
Todo fue bastante extraño. Fuimos en coche hasta Morata, nos perdimos por el camino y acabamos a las puertas de un viejo molino (15). Con sorpresa descubrimos que era el cuartel de la división que defendía el Jarama y que esta se encontraba bajo el mando de un general soviético. El misterioso general Gal para más señas. Lo que allí pasó precipitó mi salida de España. Con la excusa de que no se permitían visitantes en el frente, estuve allí retenida tres días. Tres días en los que el general soviético me impartió un curso acelerado de marxismo. Tres días en los que el general soviético intentó, con toda la delicadeza del mundo, ligar conmigo. Así de simple.
Y así de complicado. De vuelta en Madrid descubrí que mi “desaparición” no había pasado desapercibida. Un amigo cercano me comentó, preocupado, que se había corrido el rumor de que podía ser una espía. Días más tarde me trasladé a Valencia para coger de nuevo un avión que, esta vez, me sacaría de España y me devolvería a Francia. Al llegar a Toulouse, respiré aliviada. Me invadió una sensación de tranquilidad enorme al volver a pisar el suelo de un país en paz. Sin embargo, mi idilio con la Guerra Civil española estaba lejos de terminar.
Tres meses más tarde me internaba como reportera en la España franquista… (16)
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