Antes de la llegada de Constantino el Grande o Constantino I -AKA el cabeza de Roma- el esplendoroso Imperio romano padecía una serie de males. En el exterior, los problemas en las fronteras con los vecinos bárbaros y persas, o la peste. En el interior, las traiciones, muertes y sucesiones de corto periodo nos evocan, sin quererlo, a un capitulo escrito por G. R. R. Martín. Todos estos hechos parecían llevar a única salida: la desintegración del propio Imperio.
En efecto, estamos ante el convulso final del siglo III. En esta situación, dos personajes emblemáticos lograrían dar luz a este Imperio. Diocleciano y nuestro buen amigo Constantino I, el Grande (1).
La revolución de Dioclociano. ¿El sistema que traería la paz a Roma?
Para fortalecer la unidad romana, Diocleciano impulsó un nuevo y novedoso sistema de gobierno. A este sistema de gobierno se le conoce como tetrarquía. Al frente del poder estarían los denominados emperadores o augustos y sus sucesores serian los césares. Debido a la inestabilidad política en Roma, Diocleciano decidió que el Gobierno se partiría en cuatro simultáneos, donde los augustos tendrían el mayor peso relevante y los césares serían sus sucesores.
En el banquillo estarían los césares, quienes accederían al máximo poder. Los augustos legislaban y los césares hacían cumplir los mandatos. En teoría, los augustos deberían abdicar para dejar su puesto, pero tras un corto tiempo la familia se antepuso al interés de gobernar.
Esto, que en un principio se tomó como buena iniciativa, pronto causaría dolores de cabeza –y en otras partes—, ya que el interés de los augustos en enchufar a sus hijos chocaría con “dicho modelo” (2). En estas, llegó Constantino. Básicamente, Diocleciano había entendido que un solo emperador no podía con el Imperio, así que decidió dividir este en dos: el oriental y el occidental. (3)
Los inicios del cabezica: Constantino el Grande
Digámoslo de un modo claro, la llegada de Constantino el Grande al poder fue un quebradero de cabeza tremendo para su padre, Constantino Cloro (4) -este era un militar que había llegado a ser emperador (augusto) tras la renuncia del último-.
El padre de Constantino I murió sin poder enchufar a su hijo -ya sabemos como va el sistema de la tetrarquía, aquí es cuando se empieza verdaderamente a intentar poner lazos familiares- , y pese a contar con el apoyo del ejército de su padre, no pudo heredar de inmediato el cargo de augusto (5) en la parte occidental romana. Debido a la intriga en el nombramiento de cargos, en el año pronto se produjo su primer objetivo: ser augusto.
En este hecho radica el problema (6), Constantino el Grande es un enchufado de cuidado, no es el augusto por derecho (de hecho, en teoría deberían ser dos y no cinco). Recapitulemos, sabemos tanto por la referencia (2) como en el inicio del texto como es el sistema nuevo, ¿qué tal si volvemos a echar un ojo?
Entre tantos intentos de subir al poder de una manera ilegítima, Constantino el Grande decidió reforzar su poder político y militar en Galia, Britania e Hispania -lugares heredados de su padre-. Su principal opositor, Maximiano (su suegro), pronto vio la luz al final del túnel en la Galia. Uno menos para llegar al poder.
Dios es mi guía, yo soy su pastor
Tras la derrota de Maximiano, el siguiente rival de Constantino el Grande para dominar en solitario Roma era su hijo, Majencio. La estrategia de Consantino era clara, invadir Italia para así acabar con un posible rival para gobernar en la zona occidental del Imperio.
El lugar elegido, el puente Milvio. El nombre en sí puede parecer algo irrelevante para lo que estamos contando, pero nada más lejos de la realidad. Esta batalla dio por finalizado el sistema de la tetrarquía, cuya fecha de caducidad ya se veía venir desde hacía unos años atrás.
Pero lo que es realmente importante es la creencia tan «repentina» de Constantino el Grande hacia el cristianismo. Imaginad la situación: os estáis jugando ser emperador de Roma (bueno, de una parte). ¿Quién no ha recurrido a Dios en algún momento?
Si seguimos a la leyenda cristiana podremos atribuir esto a una visión, una cruz. En efecto, Constantino el Grande vio una cruz con una frase: con este signo vencerás (7). Como un clavo ardiendo, Constantino I ordenó que todas sus tropas portaran tal elemento e inscripción en estandarte. Así, y con la ayuda de Dios, Constantino el Grande salió victorioso y consiguió su propósito, ser el emperador de Occidente.
El emperador cristiano
Una vez con el poder, Constantino el Grande buscó un aliado para guardarse las espaldas. Este fue Licinio -el emperador de la parte oriental- el cual le ayudó con el Edicto de Milán. En este, el Imperio tenía “libertad” de culto, aunque claro, todo esto se quedaba sobre el papel, ya que la persecución a los cristianos, si bien se redujo, aun continuaba (8).
El emperador dio una serie de derechos a los cristianos, como el derecho de la celebración de su culto, el poder participar en la administración de Roma o la devolución de sus bienes.
No sé si veis el problema: Constantino I aun seguía compartiendo el poder con otra persona. Pese a que su colaboración con Licinio no fue mala, pronto saltarían chispas. Al final, como a Constantino el Grande le interesaba ser el único emperador atacó a Licinio (9). Su excusa, las supuestas persecuciones contra los cristianos. Tras expulsarlo, consiguió ser el único emperador de Roma (323).
El legado de Constantino
Constantino I erigió la ciudad de Constantinopla, que acabaría siendo la nueva capital del Imperio. Pronto sustituirá a una Roma (10) que tan solo conservaba el nombre, pues ahora Consantinopla sería el centro del Imperio Romano de Oriente. El nuevo centro neurálgico, un centro engalanado con sus mejores ropas y el más bello arte.
Constantino el Grande fue el principal defensor del cristianismo, a pesar de no haber recibido el bautismo. Sin embargo, hasta el año 380 (Edicto Tesalónica) (11) el cristianismo no pudo asentarse como religión única en el Estado.
En definitiva, Constantino el Grande configuró la esfera territorial y política de Roma, acabando con la inestabilidad en cuanto a la sucesión. Una sucesión que, si bien tuvo en su origen nobles ideales, acabó por corromperse, al igual que el Imperio romano.
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