Relato: La Noche Silenciosa – De Capitaneta

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A veces, en mi cama por las noches cierro los ojos a la espera de que Morfeo me visite, y todavía se me eriza la piel imaginando cuál hubiese sido el desenlace si el rumbo de aquella locura no hubiese virado 180 grados como lo hizo. No creo que nuestra sociedad estuviese preparada para soportar un nuevo enfrentamiento, de vivir las consecuencias de un nuevo golpe de Estado, el cual no tenía ninguna otra finalidad que perpetuar los cuarenta años de rancia dictadura. No, no estábamos preparados, al menos en nuestra casa no. Entrabamos ya en la recta final del mes de febrero y el sol intentaba imponerse tímidamente, anunciando la primavera, pero los días aún eran fríos. Me encontraba en la cocina preparando café para el desayuno, mi madre había salido a comprar el pan. Al casarme, me la traje a casa para que viviese con nosotros. Mi marido nunca se opuso a ello, al contrario, siempre la vio como una madre para él, aquella que apenas conoció. Mi madre y yo nunca habíamos vivido separadas. Prácticamente nos teníamos sólo la una a la otra desde que enviudó, a la fuerza, hacía cuarenta años, circunstancia que nos unió y separó al mismo tiempo. Ella nunca volvió a ser la misma, no era posible. No la oí entrar con el silbido de la cafetera y ya en la puerta de la cocina me dijo:

– He comprado pan y un trozo de bizcocho para que desayunen bien los chicos hoy. Hace frío y el día está feo…

Era cierto, ese día se había despertado gris y triste, como si vaticinara ya desde sus inicios los acontecimientos que iban a devenir.

Los chicos, mis dos hijas y mi hijo, no tardaron en aparecer por el comedor para desayunar y marcharse cada uno de ellos a sus quehaceres. La abuela Rosario los mimaba con pequeños detalles como el trozo del bizcocho, aunque normalmente era ella misma quien lo preparaba. La verdad que tener a mi madre conmigo era un alivio en el día a día. Era ella quién se encargaba de cocinar para todos. Le gustaba estar ocupada, sentirse útil y, además, el hecho de llevar el tema de la cocina le servía de excusa perfecta para salir de casa a comprar todas las mañanas…No sé cómo se las arreglaba pero siempre le faltaba alguna cosa. Solía levantarse pronto y después de dejar arreglada la casa, observarme a hurtadillas mientras cosía y renegar con la cabeza, se iba a la calle a comprar, y aprovechaba para hablar con los vecinos del barrio.

Aquel día recuerdo que tenía previsto hacer unas pruebas a diferentes clientas de trajes de valenciana. El mes de marzo estaba a la vuelta de la esquina y con él, el bullicio del ambiente festivo por las calles de València. Desde muy joven había manifestado gran destreza con la aguja y el dedal. Por ello, mi tío convenció a mi madre para que tomase clases de corte y confección con la Sra. Paquita, quien tenía un pequeño taller en el pueblo vecino. Ésta pronto se dio cuenta de mi gracia para la costura y me propuso ayudarle con sus encargos a cambio de unas pesetas. Toda ayuda era buena en aquellos años de posguerra donde la comida era un tanto escasa y se pagaba a precio de oro. Aunque realmente, yo siempre había soñado con estudiar, y convertirme en maestra de escuela, como mi bisabuelo. Pero la vida no tenía ese destino preparado para mí. Así que poco a poco la costura se fue convirtiendo en mi vida, y en mi profesión. Cosía en casa de sol a sol, hasta terminar exhausta, para entregar a tiempo todos los encargos, no decía que no a nada. No me podía quejar aunque la economía de casa, como la de cualquier español de
clase obrera en ese momento, era más bien limitada. Aún así, luché con uñas y dientes para que mis hijos estudiasen, y ver cumplidos mis sueños truncados en al menos uno de ellos. “No hay mejor herencia para un hijo que la educación” sentenciaba mi padre, quien antes se lo había escuchado mil veces decir a su abuelo con quien se había criado. Mi padre, mi pobre padre que se había preocupado en enseñar a leer y escribir a los más desamparados del pueblo…

Finalmente, no fue uno sino mis dos hijas las que llevaron a la práctica mi sueño frustrado. Y que dichosa me sentía, y me siento, de ello. Si la memoria no me falla, en aquel momento estaban acabando la carrera. Sí,…si porque aquel día ellas llegaron a primera hora de la tarde a casa. Normalmente pasaban el día en Valencia, estudiando y asistiendo a sus clases. En cambio, mi hijo por aquel entonces no estudiaba, sino que se encontraba realizando el servicio militar, destinado en Capitanía General de València, en la Plaza Tetuán, en pleno centro del Cap i Casal. Aún no había cumplido ni los veinte años…y se había convertido en el hombre de la casa de la noche a la mañana cuando su padre nos abandonó sin ninguna explicación, a penas unos meses antes.

Ensimismada, en la salita donde tenía instalado en casa mi modesto taller de costura, me apresuraba a terminar los “ojillos” de los corpiños para dejar todo a punto para la prueba. Así, las primeras horas de la tarde me pasaron volando y con total normalidad. Las chicas en su habitación estudiando, mi madre en el salón haciendo su colcha de ganchillo, mi hijo en el cuartel…Una vez dejé listos los vestidos en los maniquís me relajé y me tomé un café con leche para calentar el cuerpo y hacer tiempo hasta que llegasen las clientas a eso de las siete de la tarde.

– Madre, ¿qué hora es? – le pregunté mirando mi reloj de pulsera para comprobar que no estaba parado.

– Son casi las siete y media. ¿No tenías una prueba a las siete?- me respondió desde el salón mientras encendía el televisor, cansada ya de hacer sus labores.

– Sí. Y me extraña porque Concha es siempre puntual…Igual hay tráfico en la carretera, a estas horas la general está complicada.- contesté mientras miraba por la ventana del taller.

En casa, en esos momentos, vivíamos ajenas a todo lo que estaba sucediendo en Madrid. De repente, se escuchó un ruido seco, algo había caído contra el suelo y se había roto. En el mismo instante empezó a sonar el teléfono.

– ¿Diga? – pregunté al descolgar el auricular.

– Mamá, soy yo, Alfredo….- La voz de mi hijo me preocupó, mi instinto de madre me decía que algo no iba bien- No te asustes,… pero… nos han dado instrucciones de llamar a casa y avisar que no sabemos cuando volveremos…algo gordo está sucediendo pero no sé cierto qué…Mamá no os preocupéis….

La llamada se cortó de golpe. A parte de mi hijo, se escuchaba mucho barullo y gritos al otro lado de la línea. Me quedé inmóvil en la puerta del taller, con el teléfono en la mano, esperando oír de nuevo la voz de mi hijo, para decirme que todo era un mal entendido y regresaba con nosotras. No sé el tiempo que estuve paralizada sin entender que sucedía. En mi cabeza se repetía una y otra vez las palabras de mi hijo entrecruzadas con la imagen que guardaba de mi padre en mi última visita a la cárcel Modelo, solo tenía ocho años.

El grito de mi hija mayor llamándome desde el comedor me hizo volver al presente. Entré en la habitación en silencio, con el rostro descompuesto y pálido. Pero allí me encontré a tres mujeres con la misma cara de desconcierto que la mía, sobre todo la de mi madre, quien tenía los pies mojados y los cristales de la jarra de agua esparcidos por suelo. Eso era lo que habíamos escuchado estallar contra el suelo. Aquella tarde mi madre no había seguido la programación de la televisión. En el Congreso se llevaba a cabo la investidura
del candidato de la UCD, Leopoldo Calvo-Sotelo, a la Presidencia del Gobierno. Por ello, la programación de la televisión se veía interrumpida cada cierto tiempo para ir informando de como transcurría el acto. La había oído renegar y encender la radio para hacerle compañía. De repente la programación de la radio también se interrumpió y una voz masculina dio una noticia que nadie podía imaginar:

“Diecinueve horas y treinta minutos, Radio Valencia Cadena Ser. A continuación, señores oyentes vamos a dar lectura al escrito que procedente de la Capitanía General de la Tercera Región Militar nos llega. Dice así:

EXCMO. SR. D. JAIME MILANS DEL BOSCH Y USSÍA, TENIENTE GENERAL DEL EJÉRCITO Y CAPITÁN GENERAL DE LA 3a REGIÓN MILITAR
HAGO SABER
Ante los acontecimientos que se están desarrollando en estos momentos en la Capital de España y el consiguiente vacío de poder, es mi deber garantizar el orden en la Región de mi Mando hasta tanto se reciban las correspondientes instrucciones que dicte S.M. el Rey.
En consecuencia,
DISPONGO
Artículo 1.o- Todo personal afecto a los Servicios Públicos de Interés Civil queda militarizado, con los deberes y atribuciones que marca la Ley…»

El bando firmado por el Teniente General Milans del Bosch anunciaba el estado de excepción. Aquellas palabras despertaron en mi madre el miedo en el cuerpo; un miedo que nunca la abandonó a pesar de haber pasado décadas desde el final de la guerra y con el que la viuda de un rojo aprendía a vivir. Otra vez no, otra vez no…musitaba una y otra vez agarrando con fuerza la medalla de la Virgen de los Milagros que llevaba siempre al cuello. Mi hija estaba junto a ella intentado que se sentara en el sillón. Mi madre me miró con la mirada llena de preocupación, y sin mediar palabra sabía que me preguntaba por Alfredo, su ojito derecho, el niño de la casa por muchos años que cumpliese.

– No te preocupes madre. Todo está bien. Alfredo ha llamado para que estemos tranquilas…

Intenté disimular mi preocupación lo mejor que pude pero ninguna de las tres me creyó. Mi otra hija me abrazó con fuerza y me dio un beso como respuesta. Tenía razón Alfredo, algo gordo estaba sucediendo. Después de escuchar el comunicado de la radio encendimos el televisor para ver si podíamos enterarnos de alguna cosa más. Saque fuerzas para intentar mantener mis nervios a raya y así poder tranquilizar a mis hijas y en especial a mi madre. Preparé tila para todas y nos sentamos junto al televisor a la espera de nuevas noticias. Por mucho que miraba el reloj los minutos no pasaban. Decidimos encender de nuevo la radio en vista que por la televisión no daban nuevas. Pero nada, de tanto en tanto se repetía el mismo comunicado que ya sabíamos. Recuerdo a mi madre sentada en el sillón con la mirada perdida y abrazando una foto de su marido y otra de mi hijo. Con incertidumbre, miedo, nervios,…llegamos a las nueve de la noche, que traía con ella el inicio del toque de queda. Esa noche, las nuevas medidas comunicadas nos habían hecho retroceder muchos años atrás. Estábamos siendo testigos de nuevo de la facilidad con que se podía hacer tambalear, y el destino no lo quisiera, hacer caer de nuevo la democracia del país. En mi cabeza se sucedían imágenes, recuerdos de mi padre. Nunca ocultó sus ideales pero respetaba a aquellos que pensaban de manera diferente. Era miembro de la CNT y antes de la guerra ya militaba políticamente. Cuando empezó la guerra pasó a formar parte del Comité del Frente Popular del pueblo, ocupando el cargo de secretario. Mi padre era un hombre justo, bueno y honrado. Pero el nuevo gobierno no lo creía así y pronto se lo hicieron saber. El mismo 4 de abril del año de la victoria recibió un comunicado ordenándole que se presentara en el Ayuntamiento. Y ahí empezó nuestro calvario y sufrimiento. El suyo acabó tras un consejo de guerra donde se le acusaba de crímenes que no había cometido – aun habiendo pruebas de ello – y nueve meses después en la fría tapia del cementerio. Condenándole a un olvido no conseguido de una fosa común, como muchos otros compañeros. El nuestro, continuaría por años: miedo, hambre, humillaciones, sin casa,…¡Qué injusto es que te arrebaten así un ser querido!, pero más injusto es ante los ojos de un niño. Crecí sin el afecto de un padre y con el corazón destrozado de una madre. No obstante, a mí me daba igual lo que pensaran los otros sobre él, sobre mi familia. Yo sabía quién era y de dónde venía, y era suficiente para honorar su memoria.

Mientras pensaba en todos estos recuerdos de mi pasado, una nueva imagen se cruzó por mi cabeza. Hacía unos meses que mi hijo se había afiliado a CCOO. En casa, nunca hemos ocultado nuestro pasado, mis hijos conocen nuestra historia perfectamente. Nadie podía arrebatarnos nuestros recuerdos y nuestro dolor en la intimidad de nuestra casa. Además, no teníamos nada de qué avergonzarnos como para ocultarlo. Su abuela le había reprochado un tanto que se metiera en sindicatos, “Mira cómo terminó tu abuelo…”.Lo que ella no sabía es que su nieto lo había hecho justo con la intención de honrar a su marido. Pero este hecho ahora mismo sería algo peligroso para él. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Ninguna de nosotras cenó esa noche, teníamos el estómago cerrado. Volví a preparar infusión de tila, al menos calentaríamos un poco el cuerpo. De vez en cuando me acercaba a la ventana del taller que daba a la carretera nacional Valencia-Barcelona, a la espera de ver llegar a mi hijo, pero no se veía ni un alma. El teléfono tampoco volvió a sonar en toda la noche. Todos estábamos demasiado asustados y atónitos para llamar a nadie, pendientes de los medios de comunicación. Las noticias de aquella noche se atrasaron en emitir y fue sobre las diez cuando Gabilondo hizo su primera intervención para informar delas alto a los estudios de la radio-televisión pública y del posible golpe de estado por parte del teniente coronel Antonio Tejero y un grupo de guardias civiles en el Congreso de los Diputados. Nadie se fue a la cama esa noche, pero tampoco seguíamos la película que retransmitía la televisión, la comedia “La princesa y el pirata” con Bob Hope de protagonista. ¿Dónde estaría mi hijo? No podía parar de preguntarme. Por primera vez en muchas semanas notaba la falta de mi marido a mi lado, afrontando juntos esos momentos de angustia e incertidumbre.

Mi hija segunda me llamó desde el comedor. No sabía qué hora era, luego, por los medios de comunicación supe que era ya de madrugada, sobre la una de la mañana. El Rey D. Juan Carlos, vestido con uniforme de Capitán General de los Ejércitos, comparecía ante los españoles a través de la cadena pública de televisión para informar que la Corona rechazaba cualquier intento de acabar a la fuerza con el proceso democrático que el pueblo había elegido. Además, hacía saber a los Capitanes Generales de las distintas Regiones Militares que las Autoridades Civiles volvían a tener el control y que tomarían las medidas necesarias para mantener el orden constitucional.

Las palabras del monarca cayeron como un bálsamo para nuestros oídos pero tampoco nos daba la tranquilidad absoluta de la normalidad. Para ello sería necesario ver entrar por la puerta de casa a mi hijo. Después de la intervención del Rey obligué a todo el mundo a irse a la cama e intentar descansar. Pero las horas pasaban, las campanadas del reloj de la iglesia así nos lo hacía saber y el sueño no venía. Cuando empezó a amanecer me levanté y encontré a mi madre ya sentada en el sillón. Ella tampoco había dormido nada.

– Prepararé café- le dije mientras le daba un beso en la frente.

En ese mismo momento, sonó el timbre del teléfono, y me abalancé sobre él.

– ¿Diga?- conseguí contestar con un hilo de voz.

– Mamá… regreso hacía casa. Os quiero.

Al escuchar el teléfono, las niñas se habían levantado. Al girarme, llorando por la paz que de repente sintió mi cuerpo, las vi a las tres en el pasillo, expectantes mirándome.

– Alfredo llegará en un rato…- nos abrazamos las cuatro en silencio mientras entre lágrimas dejamos ir el miedo que el día anterior había anidado en nuestros cuerpos.

El día fue volviendo a la normalidad, la Operación Turia, que la noche anterior celebraban con cava los altos mandos, había fracasado junto al golpe de estado. Las imágenes de la toma del Congreso fueron pasadas por televisión y a mediodía se informaba a la sociedad que los diputados que quedaban retenidos eran puestos en libertad.

Poco después, la prensa y la gente en general empezaron a referirse a aquella noche como “la silenciosa”. Un calificativo que yo en esos momentos lo encontraba, como mínimo poco acertado, dadas las circunstancias en las cuales habíamos vivido los hechos en nuestra casa. Con el paso de los años, este apelativo ha dejado de tener importancia. Ahora incluso corren ríos de tinta defendiendo que todo fue una orquestada farsa para afianzar el papel y poder del rey Juan Carlos, que a Tejero le mintieron y lo utilizaron de cabeza de turco,…Yo ya tengo una edad y la verdad no entiendo mucho de política porque nunca me he interesado por ella, no después de lo de mi padre. Sea como fuere, mi mente ahora recuerda aquella noche como un mal sueño, algo anecdótico, un capítulo más de nuestra historia vivido para contar a los más jóvenes, que por fortuna todo acabó bien, al menos en nuestra casa. ¡Cómo se hubiese podido torcer todo a consecuencia de los aires de poder de
unos cuantos!


Autor/a: La Capitana


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