Relato: Clases Para Una Reina – De Triskel Avalon

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– Majestad, por favor, coged el pincel con menos fuerza. Así la pincelada será más suave y suelta. 

– Esto es muy difícil. No entiendo por qué tengo que estar aquí pintando. ¿Para qué necesita una reina pintar? Ya tengo pintores de cámara que hacen retratos, paisajes.

– Majestad, la pintura no es solo hacer garabatos sobre un lienzo o un papel. La pintura es algo más. Es escapar de donde estamos y de quiénes somos. Es sentir que todo es posible, que nada es imposible.

– Lo imposible es hacer algo bien con estos pinceles.

Su Majestad tiró enfadada la paleta y los pinceles al suelo mientras se iba corriendo de la estancia. Tras ella inmediatamente iba un inmenso número de guardias, personal de servicio y demás personas que formaban aquella variopinta Corte. 

Rosario recogió con mimo lo que la niña reina había tirado hace un momento. Acarició los pinceles suavemente con las yemas de sus dedos mientras los miraba y sonreía levemente. Siguió así durante unos instantes, con su mirada perdida en el infinito. Su cuerpo estaba en aquella lujosa estancia, pero su mente no. Su mente se encontraba en Madrid también, pero unos años atrás. Se veía a ella en una habitación. El suelo estaba lleno de papeles arrugados o rotos mientras ella estaba sentada en una silla y con toda su atención centrada en un nuevo papel que había puesto en una mesa. Con sus pies rozaba de manera nerviosa todos los bocetos descartados y tirados al suelo. El sentirlos parecía espolearla a mover sus manos de forma más frenética sobre aquel improvisado lienzo. 

Su mente era el hogar de miles de ideas y de fantasías que se disputaban ansiosas el salir primero para ser plasmadas en el papel para luego morir hechas trizas en el frío suelo de la estancia.

– ¡No, no, no! Nada sale como lo tenía en la cabeza. ¿Qué me ocurre? – gritaba Rosario atormentada.

La puerta de la habitación se abrió. Entró un hombre de edad avanzada y de rostro severo. Sin decir nada, dirigió sus pasos hasta donde la joven se encontraba. Ella seguía ensimismada en sus dibujos y no se había dado cuenta de su llegada. Tocó el hombro de Rosario y ella se dio la vuelta asustada, pero cambiar rápidamente su expresión hacia una sincera expresión de alegría.

– ¡Tío Paco! Que bien que haya venido. Justo le necesitaba en estos momentos.

– ¿Qué le ocurre a mi Rosario?

– Estoy totalmente bloqueada. Nada de lo que tengo en la cabeza se plasma en el papel.

– Veamos que tenemos aquí. 

El hombre examinó durante unos instantes el dibujo que estaba realizando Rosario. Ella no paraba de mirarlo con ojos inquietos. Observaba como su “tío” Paco, aquel viejo pintor que ella sentía más un padre que otra cosa, no quitaba los ojos de su dibujo y no se perdía hasta el más mínimo detalle de él. Él se dio cuenta de que estaba siendo observado por aquellos ojos infantiles y esbozó una ligera sonrisa mientras volvía a dejar el papel encima de la mesa.

– Yo no entiendo dónde ves tú el problema, Rosario.

– En todo, tío Paco, en todo. Como le he dicho, no se parece a nada de lo que imagino en mi cabeza y ni mucho menos se parece a lo que realizo cuando usted me enseña. Parece que sola no soy capaz de realizar nada que valga la pena.

– Ay, Rosario, no seas tu peor crítica sin razón. Hay que saber ver los fallos propios, por supuesto, pero no llegar a lo que tú dices. Tú tienes mucho talento, muchísimo. Es increíble lo que has progresado, todo lo que tienes dentro de ti. Esta pasión, este genio creativo. Tienes la base y yo haré todo lo posible porque también tengas los medios para que nada ni nadie te frene. El futuro es tuyo.

Tras oír esas palabras, Rosario estalló y abrazó fuertemente a Paco. Sus lágrimas salieron sin freno y pronto llenaron su cara.

– Mujer, tranquilízate, por favor. Cualquiera que te vea va a creer que te ha dado un soponcio.

Pero Rosario no podía parar porque la presión acumulada de tantos días, tantas noches luchando por mejorar, por ser mejor. Por no decepcionar al gran pintor Francisco de Goya y Lucientes, su tío Paco.

En aquel momento tocaron a la puerta. 

– Don Francisco, la cena está lista.

Ambos se dieron la vuelta. En el umbral de la puerta se encontraba el ama de llaves de Goya. Era Leocadia, la madre de Rosario.

Se separaron rápidamente, como quien se siente culpable por sentirse observado por miradas inquisitorias. No tenían nada que ocultar, pero, aunque nunca lo había dicho, su madre nunca había visto con buenos ojos aquella extraña cercanía entre ella y Goya.

– Sí, ahora mismo voy para la mesa. Gracias, doña Leocadia.

Goya se dirigió hacia la puerta y Rosario pronto perdió su vista. Su madre se quedó en el umbral mirando a su hija. Ella, aunque le devolvió la mirada no estaba en esa estancia. En su mente todavía retumbaban las palabras que anteriormente le había dicho Goya, las enseñanzas que durante años le había dado sin pedir nada a cambio. Ella sabía que era una privilegiada al tener semejante profesor. Y era algo que no iba a desperdiciar jamás. 

– Rosario, tú también ven a cenar. ¿Me oyes? ¡Rosario, Rosario!

La voz se empezó a oír lejana y empezó a notar que era zarandeada suavemente.

– Oiga, ¿se encuentra bien?

La mente de Rosario volvió a la estancia lujosa donde se encontraba su cuerpo. Delante de ella, un hombre la miraba con una mirada que podría calificarse entre preocupación o extrañeza.

Rosario parpadeó brevemente y se preparó para escuchar a aquel hombre. Era el tutor de la niña, la reina Isabel II, Agustín de Argüelles. 

– ¿Se puede saber qué le ha pasado a la reina? 

La pregunta fue directa, sin ningún tipo de recurso literario ni esa oratoria tan adornada que tanto le caracterizaba ya fuera para hablar con el personal del servicio como para un gran discurso en las Cortes.

– Su Majestad estaba pintando cuando de repente se puso nerviosa y decidió abandonar la estancia.

– ¿Y nada más?

– Nada más. Yo lo único que le había dicho antes era unas instrucciones para mejorar su técnica.

Argüelles se quedó unos momentos reflexionando sobre las palabras de Rosario. A ella le parecieron siglos. 

– La realeza no está acostumbrada a ser contrariada. Demasiados siglos pensando que eran seres divinos. Solo hay que recordar a su padre.

Tras esta última frase, él miró a un retrato de Fernando VII que se encontraba en la sala. Rosario pronto le acompañó haciendo lo mismo. Era un retrato de su querido Goya. Podía parecer un retrato oficial, uno más, pero ella veía que el pintor había reflejado en la cara del rey aquellos rasgos psicológicos que le caracterizaban y esa mirada despiadada que tanto hizo sufrir a muchos amigos y familiares de Rosario durante años.

– Sí, yo misma supe lo que llegaba a hacer el padre de la reina. Y creo que es algo que todos los que nos encontramos en este palacio debemos evitar.

– Por supuesto que debemos hacerlo. Pero las cosas no son tan sencillas ni tan simples. Debemos ser flexibles como las cañas y educar a la reina para que sea liberal, aunque ella ni sepa lo que significa eso. Y más cuando la amenaza carlista sigue estando presente.

– No se puede usar a una niña como si fuera una marioneta. Ella debe entender lo que son las cosas que le rodean, para que sirven, para que merezca la pena defender la causa que nosotros defendemos.

– Sinceramente, en estos momentos mientras ella haga el paripé, nos sobra. Espartero y María Cristina tienen todo controlado y no necesitamos de alguien más que quiera dar su opinión en los asuntos del nuevo país que estamos creando. Bastantes somos ya como para que venga una cría a darnos lecciones.

– Pero esa niña algún día será la reina y tendrá que estar convencida de las leyes que firmará y conocer la marcha del país que reina.

– La reina que se dedicará a reinar. De gobernar ya nos ocuparemos los demás. Son nuevos tiempos, señorita Weiss. Tiempos que han de convivir todavía con los antiguos y en apariencia la reina debe sentirse importante pero solo eso, en apariencia. Y eso es lo que debemos tener claro todos los que estamos aquí, incluida usted. Su misión consiste en que la niña se forme en pintura, y nada más. Que pinte lo que quiera, enséñele como le he dicho, con flexibilidad, que sienta que es la reina y quien manda, pero en realidad quien manda es usted, señorita Weiss. Este tiempo se parece mucho a la pintura. Puede parecer todo muy real, pero en el fondo es todo pura fantasía. Porque todos los que tenemos que estar con la reina tenemos que seguir adelante con la fantasía de que una mujer reine a una nación que demostró en el campo de batalla que desconfía que ella lo pueda hacer. Menudo cuadro nos toca vivir en esta España de ahora. En fin, ya sabe, recuerde bien todo lo que le he dicho. Y también recuerde bien por quién está aquí.

Argüelles abandonó la habitación. Rosario guardó la paleta y los pinceles que todavía tenía en la mano y salió también de aquel lugar. 

Llegó al cuarto que tenía asignado y que únicamente tenía como muebles una cama, una mesa y su silla y un pequeño armario. A fuerza de insistir y alegando que eran para preparar las clases, había podido conseguir un pequeño caballete y lienzos, además de bastantes folios de papel, amén de algo de pintura, lápices y carboncillos.

Se sentó en la cama y siguió madurando las ideas que tenía en la cabeza tras haber tenido que aguantar el rapapolvo encubierto de Argüelles.

Sintió mucha pena por aquella niña a la que llevaba enseñando pintura durante un año. La misma niña que durante todo ese tiempo apenas mostraba interés por sus clases era la misma a la que la camarilla que la rodeaba trataba como si fuera un pelele. 

Por supuesto que Rosario defendía que un rey o una reina nunca más fuera absoluto, pero no podía defender que para ello se tratara así a nadie. Era muy cruel encarcelar a aquella niña en aquella jaula de oro que no le permitía conocer la realidad de su país y con ello formarse mejor. 

Sabía que no se le formaba mejor por ser mujer, como no. Conocía de la experiencia formativa de otros príncipes europeos y ellos se formaban en escuelas militares, en ciencias e incluso algunos habían asistido a las reuniones que sus padres mantenían con sus ministros. Isabel, no. Se la estaba educando como se educaba a todas las niñas de los nobles. Esas niñas cuya misión vital era ser perfectamente encantadoras y bellas para encontrar un buen partido con el que casarse y tener hijos. Rosario se enfurecía cuando paseaba por el palacio y escuchaba a muchas nobles hablar de futuros tratos sobre bodas de sus hijos. 

Eran la cúspide de la sociedad y algo más podrían hacer por cambiar todo aquello y que sus hijas e incluso ellas mismas tuvieran la oportunidad de ser otra cosa. Ella bien lo sabía cuando se había pasado la vida dando vueltas de acá para allá. De Madrid a Francia. De Francia a Madrid. Exhibiendo sus dibujos, sus cuadros y únicamente recibía encargos cuando alguien la relacionaba o bien con su hermano, el héroe de las Milicias Nacionales, o bien con Goya. 

Era humillante y por eso se sentía tan bien y tan orgullosa cuando alguien la felicitaba solamente por su obra, no por quién era. Suponía un gran apoyo para levantar la gran losa que suponía que una mujer quisiera prosperar y ganarse la vida en un mundo tan masculino como era el de la pintura.

Y, por último, lo que más le hizo poner el grito en el cielo fue aquella comparación de la pintura con una fantasía. ¿Cómo podía atreverse ese hombre a decir algo así? La pintura bien ejecutada bien sabía ella que era de todo menos una fantasía. ¿Acaso son una fantasía los sentimientos, los temas que se pintan y que se quieren plasmar en el lienzo? No, no lo eran. Y lo iba a demostrar.

Tras cenar muy poco puesto que su estado de salud era muy delicado, volvió a su habitación. Allí sacó del armario varias carpetas que contenían sus dibujos. Abriéndolas y consultando aquellos papeles su cabeza se llenó de recuerdos e ideas que se agolpaban en ella. Rosario respiró y decidió poner calma en su cabeza para organizar bien la clase del día siguiente. Estaba ante la lección más importante de su vida y esperaba que también lo fuera para la reina Isabel.

A la mañana siguiente, pidió si la clase podía ser dada en los jardines del palacio. Hacía un día radiante que animaba más a estar en los jardines que dentro. La petición fue admitida y Rosario celebró por dentro aquella pequeña victoria. Esperó a la reina en un banco. La monarca no tardó mucho en llegar rodeada de su gran número de escoltas y personal de servicio. 

– Gracias por venir, Majestad. Por favor, sentaos conmigo.

Isabel se sentó y todas las personas que habían venido con ella se fueron. Rosario se acercó a la niña y la cogió de la mano.

– En primer lugar, me gustaría pediros perdón por si ayer fui brusca. Nunca fue mi intención. Y para demostraros que es verdad, os he traído un regalo.

– ¿Un regalo para mí? ¿Qué es?

Rosario sacó de una bolsa un pequeño rollo que dio a Isabel. La joven abrió impaciente el rollo. Era un dibujo. 

– Es una mujer – dijo la reina.

– ¿Y qué más hace? – preguntó Rosario.

– Parece como que oye y ve algo – respondió Isabel.

– Exactamente. Ve y oye ella sola. Lo he titulado Alegoría de la atención. Si os dais cuenta el rostro de la joven se parece levemente a su Majestad.

– ¡Es cierto! ¿Y esto por qué lo habéis hecho, señorita Weiss?

– Veréis, anoche pensé en bastantes cosas que a lo largo de mi vida he estado viendo y oyendo. Se agolpaban en mi cabeza y solo logré calmarlas realizando este dibujo que hoy os regalo. Y no será lo único que os voy a regalar.

– ¿Hay más regalos?

– Si, aunque no es ningún regalo material sino más bien un consejo.

– ¿Un consejo? Para eso ya tengo a mis consejeros y todas aquellas personas que me asesoran.

– Sí, un consejo, Majestad. Bien decís que tenéis a vuestro lado a consejeros. Está bien que os los escuchéis, pero no permitáis que sean vuestros oídos ni vuestros ojos. Sed como la chica del dibujo. Tened vuestra propia atención y no permitáis que otros os cuenten como van las cosas. No os pido que seáis como vuestro padre, pero sí os pido que uséis vuestra vista y vuestro oído para con los más desfavorecidos y para, sobre todo, con nosotras, las mujeres. Desde vuestra posición podéis hacer mucho porque nuestra condición cambie y que mujeres como yo, una simple pintora, no seamos vistas como una rareza por querer salir adelante solas sin la necesidad de la compañía de un padre, un hermano o un marido. Tenéis toda la vida y todo vuestro reinado para que este país que se está creando de nuevo sea un sitio mejor para todas nosotras. 

Tras estas palabras, la reina Isabel miró a Rosario y esbozó una tímida sonrisa mientras volvía a mirar el dibujo que su maestra le había regalado. El resto de la clase lo dedicaron ambas a pintar la naturaleza tan bella de aquel lugar. 

Rosario sintió que por primera vez había conexión entre ambas y aquella clase la recordó a aquellos tiempos en los que ella y Goya pintaban mano a mano animales, retratos y todo lo que se les pusiera por delante. Tras terminar la clase, Isabel dio un pequeño abrazo a Rosario. Sabía que la joven estaba muy agradecida por todo lo que le había dicho, sintió en ese abrazo la emoción de quién descubre por primera vez que alguien cree en su valía personal.

Tras marcharse la reina, apareció un secretario de Argüelles que pedía que se presentara en su despacho inmediatamente. Ella sabía que la suerte estaba echada y que al haber hecho la clase en el exterior permitió que sus palabras se difundieran a todo el mundo, incluso a oídos que eran contrarios a ellas. 

Tras una breve pero intensa discusión, el tutor de la reina decidió despedir a Rosario. Era el sino de su vida, volvía a aparecer esa losa que toda mujer tenía en aquel tiempo y que no le permitía crecer ni como profesional ni como persona.

Recogió sus cosas y salió del palacio. Miró por última vez al hermoso edificio y en una de las ventanas vio que la reina la miraba mientras levantaba la mano en la que tenía su dibujo para después abrazarlo afectuosamente. Rosario sonrió y una tímida lágrima de emoción se escapó de sus ojos. Siguió caminando hasta desaparecer de la vista de Isabel. 

Años más tarde, en París, una mujer llamada Isabel y que ahora era una reina destronada volvía a mirar por la ventana para luego mirar a aquel dibujo que había guardado durante toda su vida, incluso en sus momentos vitales más duros. 

Viéndolo y escuchando en su mente las palabras de Rosario se preguntaba qué hubiera sido de su vida si hubiera hecho caso a aquella mujer que solo quería ganarse la vida siendo pintora.


Autor/a: Triskel Avalon


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