“En aquella corta calle / más bien callejón estrecho /
que por detrás de la iglesia / sale frente a los Consejos /
se halló tendido un cadáver / de un lago de sangre al medio. /
Con dos heridas de daga / en el costado y el pecho, /
y como rico ostentaba / la cadena de oro al cuello /
y magníficos diamantes / en los puños y en los dedos /
que obra no fue de ladrones / se aseguró desde luego /
el horrible asesinato / que a Madrid cubrió de duelo…” (1).
La muerte de Juan de Escobedo, secretario de Don Juan de Austria, hermano de su majestad Felipe II en 1578, actualmente aún se sitúa como uno de los grandes misterios de la historia. Y es que la copla del Duque de Rivas nos brinda una escena del crimen un tanto peculiar. En el s.XVI, Madrid era una ciudad peligrosa, y era bastante normal en la época que se perpetrasen crímenes de estas características. Sin embargo, este asesinato no fue como los comunes (2). El rastro del asesino fue tan limpio, que todavía se especula sobre las razones que llevaron a dicho criminal a acabar con la vida de Escobedo.
Los “asesinos” generalmente tienen una personalidad extraordinariamente sencilla (3) (muy contrario al clamor popular alimentado principalmente por el aspecto sensacionalista del fenómeno criminal actual). Sea el tiempo histórico que sea, la magnitud de nuestros problemas o la variedad de nuestras personalidades, siempre se ha matado y se matará por pasiones tan elementales como el sexo, el dinero, la venganza/celos y la ambición de poder (4).
Independientemente de las cuestiones políticas y complejas de Felipe II como monarca, me quedaré con la expresión meramente humana de nuestro protagonista o protagonistas, para intentar acotar si efectivamente Felipe II, y su tropa de confianza, tienen las manos manchadas de la sangre de Escobedo. Y es que ignorar la conducta y los pensamientos de los individuos sería ignorar la realidad de la vida (5); así que intentando saber que piensan y sienten, podremos encontrar pistas que expliquen sus actos.
En lo que respecta al crimen, lejos de ser una expresión secundaria y despreciable de la existencia humana, constituía uno de los aspectos más normales de la vida cotidiana en el Siglo de Oro (6), y ocupaba un lugar importante en el conjunto de las preocupaciones; no sólo ya de las autoridades, si no también del común del pueblo.
Las personas tienen intereses de todo tipo que quieren desarrollar, defender o imponer, por lo que en los ámbitos de la vida social aparecen tensiones y conflictos fruto del choque de intereses y libertades de los humanos (7). Es lo normal en la vida humana, y lo normal, por consiguiente, que ocurre en todas las personas, y más si cabe, en el “Imperio donde nunca se pone el Sol”, en cuya corte los intereses hubieron de ser muy suculentos.
La Historia sitúa presuntamente como autor de este asesinato a su majestad el Rey Felipe II, presionado por un coautor material, su Secretario personal Antonio Pérez. Y como brazos ejecutores, unos simples, pero eficaces, sicarios a sueldo. Para más “inri”, aparece en escena una figura femenina bastante desconcertante en muchos aspectos, la Princesa de Éboli, Doña Ana de Mendoza, de la que se dice que tanto con Felipe II, como con Antonio Pérez, y con Juan de Escobedo tuvo algún que otro “affaire” (8). Una intriga amorosa, que no hace más que echar leña al fuego.
Si nos centramos en el lado puramente conductual y de la vida privada de nuestros actores, observamos diversos elementos. Según el análisis médico del Doctor García Múñiz sobre Felipe II: «el Rey tenía un fondo psíquicamente enfermo, de personalidad obsesiva, maniática y tenaz a la hora de perseguir ofuscaciones» (9) (la locura y la enfermedad, toda una novedad en la familia Habsburgo, al igual que su bisnieto, Carlos II «El Hechizado»). De ahí quizás, la aparición de la Leyenda Negra que rodea al monarca. Su compinche, Antonio Pérez, fue un brillante demagogo con signos destacados de una personalidad paranoide y delirios de grandeza ampliamente justificados; con los que se cree que tuvo una vida de auténtico exhibicionismo de ostentosidad. Su agudeza, desenvoltura, inteligencia e instinto político posiblemente fueron los que sedujeron al monarca, que le concedió importantes responsabilidades (10). Como dato fundamental y clave, el enfermo paranoide tiene ideas delirantes de que está siendo perseguido o vigilado para ser dañado o “reprimido de lo que posee”, por lo que se incrementan las opciones de autodefensa o lo que es lo mismo, tiende a tomarse la justicia por su mano. He aquí el motivo.
Si a estas ideas de Antonio Pérez, hombre de confianza absoluta de Felipe II, le unimos el fondo “obsesivo morboso” del monarca -“Dios los cría y ellos solos se juntan”-. Además de añadir toda la amalgama de problemas religiosos y políticos que azotaban el periodo, más, el desencadenante supuesto de que Antonio Pérez creyó que el hermano del Rey, don Juan de Austria, quería declararse independiente y, por consiguiente, convertirse en rival de su hermano, (Pérez había recomendado en su día a Escobedo para que trabajase con don Juan de Austria, pues pretendía contar con un espía para mantener vigilado al hermano del Rey, pero la jugada le salió mal, y Escobedo y su señor se hicieron amigos íntimos (11)). Y finalmente, el triángulo amoroso con la Princesa de Éboli. Con todo ello, el caos de mentiras interesadas por no perder la posición emblemática de Pérez (12), y lo más importante, la tentadora ambición de poder, da lugar a un lógico “móvil del crimen”, que desemboca en todas y cada unas de las pasiones elementales por las que se puede llegar a matar.
Así las cosas, incluso puede parecer que no había otra salida, nada más que la de practicar esta actividad de ocio y tiempo libre, tan extendida y eficaz en el época.
“No hay crimen perfecto, ni siquiera el de una novela…” (Petros Márkaris)
[…] en el artículo anterior hablé de una vampiresa real digna de Bram Stoker, en este, irremediablemente, no podía dejarme atrás a los hombres lobo y […]
[…] en el artículo anterior hablé de una vampiresa real digna de Bram Stoker, en este, irremediablemente, no podía dejarme atrás a los hombres lobo y […]
Enhorabuen, Gemma, por este interesante artículo que nos muestra con claridad las pasiones que mueven a los hombres a cometer asesinatos y nos sitúa perfectamente en la época.