Así se las gastaba Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que había convocado a sus fieles para deponer al que se sentaba por aquel entonces en la cátedra de san Pedro: Gregorio VII.
«Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que ya no es Papa, sino falso monje»(1).
El final de la misiva es lapidario:
«Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos nuestros obispos te decimos: ¡Desciende, desciende, tú que estás condenado por los siglos de los siglos!».
La caótica Iglesia del siglo XI
Y es que pintaban bastos en el seno de la cristiandad allá por el año 1076. Por lo pronto: ¿qué hacía un emperador alemán, un golfillo de 20 años, instando al Papa a que abandonase el solio pontificio? La cuestión es que no estaba claro quién mandaba más: el emperador o el papa. Ya desde la época del Imperio carolingio (2), los emperadores se habían erigido como protectores de la Santa Iglesia. Ello les permitió atribuirse numerosos poderes; entre estos, el nombrar cargos eclesiásticos, incluido el papado. Éste, por su parte, constituía la cabeza de la Iglesia y era, por lo tanto, la máxima autoridad religiosa de la cristiandad.
Pero la cosa no acaba ahí. Así describía la Iglesia a uno de los cofrades de Hildebrando:
«Todo el mundo yacía en la maldad, la santidad había desaparecido, la justicia había perecido y la verdad había sido enterrada; Simón el mago(3) dominaba la iglesia, cuyos obispos y sacerdotes estaban entregados a la lujuria y la fornicación (4)»(5).
Es decir, que por muy sagrada y divina que fuese la Iglesia y su creador, sus ministros eran muy pero que muy terrenales.
Batman vs. Superman versión medieval
En este contexto se encuadran nuestros dos púgiles. A un lado, Enrique IV. Durante su minoría de edad fue secuestrado por los arzobispos de Colonia y de Bremen. Ambos prelados consiguieron derrocar a la regente madre del muchacho y dirigieron el Sacro Imperio hasta que el emperador tuvo edad para gobernar. No sería de extrañar, por lo tanto, que a Enrique se le erizase el vello de la nuca cada vez que veía a un cura.
Al otro lado se encontraba Gregorio VII. Fue monje estirado y con muy mala gaita que se proclamó adalid del movimiento reformista. Con ello pretendía no solo poner fin al lamentable estado de la Iglesia (6), sino también reforzar el poder papal frente reyes y emperadores. De hecho, promulgó una serie de decretos, los dictatus papae –dictados papales-, con ese fin.
La bomba explotó cuando Enrique nombró al arzobispo de Milán, algo que según los decretos de Gregorio competía única y exclusivamente a los ministros de la Iglesia. Fue en este momento cuando la más o menos cordial relación que ambos habían mantenido entraría en un impasse del que no les podría sacar ni Carlos Sobera en «First Dates». Enrique convocó una Dieta en Worms con sus seguidores (7), acusó al Papa de horribles crímenes y lo depuso –de ahí lo de la carta del comienzo-. Gregorio, por su parte, hizo lo propio y excomulgó al emperador:
«Como él [Enrique] ha desdeñado de obedecer como cristiano y no se ha vuelto al Señor, (…) despreciando los avisos que le he dado para su salvación, tú lo sabes, y separándose de tu Iglesia que ha querido desgarrar, yo lo ato, en tu nombre, con la atadura del anatema»(8).
El marronazo de Enrique IV
Hay que decir que, como acto de excomunión, la carta de Enrique acogota bastante más que la de Gregorio. Pese a ello, lo más seguro es que a Enrique no le hiciese mucha gracia su ñoña anatematización. El Sacro Imperio incluía una serie de provincias resentidas que no esperaron para levantarse, mientras que el resto de prelados y nobles germanos se frotaban las manos ante la bicoca que se les había presentado para hacerse con el trono.
La situación comenzaba a tomar un cariz marrón detrito para Enrique IV. Ahora no sólo tenía a Gregorio tocándole sus reales narices, sino que, para más inri, se avecinaba una guerra civil dentro del Imperio. Pero hacer frente a dos enemigos y salir triunfante del berenjenal son dos conceptos que rara vez van unidos. Salvo si eres Chuck Norris o John Rambo que, dicho sea de paso, cuesta creer que no pudiesen finiquitar la Guerra de Vietnam de una patada. Bueno, al lío. Enrique, haciendo gala de un considerable ingenio político, hizo lo que nadie se esperaba de una persona de su condición: se bajó los pantalones. En sentido figurado, claro.
El paseito hasta Canossa
El Emperador cruzó los Alpes y se presentó, vestido con un sayal y descalzo, en el castillo de Canossa (9), donde se encontraba el Papa. Pese al humilde gesto de Enrique IV, Gregorio, con su muy sagrada mala leche, lo tuvo tres días admirando las puertas de la ciudadela, eso sí, desde fuera. Aunque, finalmente, ya fuera por las presiones que recibió de sus correligionarios, por inspiración divina, o porque viene en el manual de «El Buen Cristiano», Gregorio accedió a recibir al Emperador, que quedó absuelto de toda censura.
Fue entonces cuando Enrique demostró su versatilidad e ingenio. Con un enemigo menos, le fue sencillo sofocar las rebeliones que se habían producido con su excomunión y calmar los ánimos dentro del Imperio. Después le tocó el turno a Gregorio.
El golpe de gracia
En 1080, el Emperador, recalcitrante como el clip asistente de Microsoft Word, nombró a un antipapa (10), Clemente III, y puso rumbo a Roma a la cabeza de su ejército. El Papa tiró de repertorio y volvió a anatematizar a Enrique IV. De poco le sirvió. Finalmente, no le quedó otra que pedir ayuda a los normandos que estaban asentados por aquel entonces en el sur de Italia y enfrentarse a los germanos. Pero le salió rana. ¿Lograron derrotar al ejército de Enrique? Sí. ¿Los normandos aprovecharon para quemar, saquear, esclavizar y violar la ciudad de Roma(11)? Pues también.
Cuando los normandos se cansaron de tanto pillaje y se retiraron, los romanos se echaron al divino cuello de Gregorio. Como viene siendo lo normal y terrenal en estos casos. Al final, Gregorio no pudo más que poner sus santos pies en polvorosa y exiliarse a Monte Casino (12), donde murió poco tiempo después.
En lo que respecta a Enrique IV, se salió con la suya. Entró triunfal en Roma y fue coronado por Clemente III, un Papa de su hechura. Eso sí, se llevó la excomunión de Gregorio a la tumba, aunque no parece que le quitase mucho el sueño, ya que siguió reinando hasta el día de su muerte.
¿Conoces la historia de Federico II de Hohoenstaufen, un emperador considerado por la Iglesia como el anticristo?