La Pasión de Esquilache

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-Y no te mato porque eres español. 

Fue lo último que dijo el hombre envuelto en la capa y el sombrero de ala enfundando su cuchillo y dirigiéndose hacia la puerta del Sol. El alguacil, jadeante, se levantó de inmediato clavando la mirada hacia donde se perdía su agresor. Asegurándose que llevaba encima todos los efectos personales que aún conservaba, se perdió en la oscuridad en dirección contraria. En la acera de enfrente, Mario había observado la breve escena. El esquilache que quedaba entero le permitió observarla con cierto detalle. Minutos antes el último coletazo de turba de revoltosos que se dirigía hacia el oeste como alma que lleva el diablo había hecho su aparición: serían unos treinta, calculó el niño. Los grupos anteriores habían reventado los faroles que soportaban los velones de sebo, bautizados como esquilaches. Unidos por los gritos de su causa, a las manos llegó un par a la hora de recoger los restos de los velones y llevarlos a sus hogares. Efectivamente, el sebo escaseaba como tantas otras cosas en los hogares de la Corte. 

Dos alguaciles habían llegado más tarde, corriendo y siguiéndoles el rastro. Uno giró por el camino de Alcalá mientras el otro observaba los alrededores. Entonces, entre las sombras de la noche madrileña, el asaltante le golpeó por la espalda, forcejeó con la autoridad tirándole al suelo y arrebatándole alguna de sus armas. 

Ahora Mario estaba solo. A sus espaldas el bullicio de la Fontana de Oro le sacaba del susto que llevaba encima. El mundo se le venía encima, y no era para menos. ‘‘Madrid ya no es una ciudad segura ni para Esquilache ni para mí’’ se dijo en voz baja, repitiéndoselo varias veces para tranquilizarse, aunque en seguida cambió aquella letanía por varios avemarías. Detectó que alguien bajaba la calle de la Victoria corriendo: unas pisadas muy finas, las de una persona pequeña, las de Nicoletta, la hija de los regentes veroneses de la Fontana de Oro. Mario la observó desde su escondite: parecía que buscaba algún residuo de velón, pero había llegado tarde. Antes de perderla de vista el chico se dejó llevar por un arrebato: se levantó y la llamó por su nombre. 

-¿Qué haces ahí, Mario?, ¿no estás con don Rogelio? 

No contestó. Tan pronto reaccionó, había vuelto a paralizarse, aunque esta vez por otra razón. 

-Ven a la Fontana, anda– ella casi le agarró de la mano para llevarle consigo. 

-¡Hombre, el de Jaén, muy bienvenido seas!- bramó el padre de Leonor, don Carlo el veronés, a modo de bienvenida. 

-¿Y tu tío, dónde está, hijo?- preguntó doña Bianca, la mujer de don Carlo y madre de Nicoletta. 

-…en… en… casa… no se encuentra bien– titubeó el chiquillo. 

-¿No habrás estado con los de la turba, hijo?- señaló doña Julia, preocupada. En su mirada adivinó el susto del niño, por ello no insistió. –Las cosas de los madrileños y los napolitanos no son de niños. 

Lascia il interrogatorio per Inquisizione, Bianca– cortó el regente. -‘Nicolinna’, ponle al mozo un tazón de leche con pan, que bien le va a venir. 

Para cuando tuvo la cena delante, Mario ya estaba más tranquilo. Casi la devoró de una sentada: llevaba horas sin tomar nada, llevaba horas corriendo, llevaba horas huyendo. Nicoletta, aprovechando que la clientela se redujo al irse los del gremio de los herreros, le pidió a su madre un rato libre, y aprovechó para sentarse junto a su amigo. 

-Tengo que irme de Madrid esta noche, Nicoletta- comenzó directamente el niño. 

-¿Quién te persigue?- preguntó adelantándose la ‘‘regentilla’’, como se la conocía en la tasca. 

-Todos. 

-¿Por qué?- interrogó ella. 

-No te lo puedo contar- masculló entre sollozos Mario señalando con la mirada a los padres de la niña, dando a entender que si contaba lo que sabía les ponía en peligro. 

Apenas llevaba un año en la Corte. Su madrastra, maestra en Bailén (de ahí que el chico no fuese analfabeto), y segunda mujer de su padre, enfermó, y ante la impotencia del galeno de la comarca, ir a curarse a Madrid fue la única garantía que le dio. Así que agarrando del brazo a su hijastro, la única familia que tenía, y viceversa, y sin darle explicaciones de ningún tipo, cruzaron el país de la Mancha y en dos meses estaban en Madrid. 

Se presentaron en casa de su hermano Valentín en la calle de la Fe: años llevaban sin saber uno del otro, y de milagro también que siguiese residiendo en el mismo lugar, porque si no habría ido tocando todas y cada una de las puertas de la ciudad hasta encontrarle. Menuda era ella. Para él fue una sorpresa, no tanto ver a su hermana, sino saber que había vuelto a casarse, y que aquel, no siendo su sobrino de sangre, estaba a su cargo. 

-He venido a tratarme al hospital del Buen Suceso por orden de don Faustino. Éste- refiriéndose a Mario- sabe leer, escribir y contar, búscale trabajo, que de influencias sabes. Te pagaré su estancia y la mía por tres meses. Después lo que gane el chico nos cubrirá. 

Aquel fue el saludo de la tosca mujer. Era san Juan aquel día y su hermano, que no le extrañaba aquel comportamiento, él sólo tuvo que deducir que don Faustino era un galeno andaluz y que su hermana no haría nada por ganar ni para un brusco de pan duro. Dedujo también que tenía que conducirla al hospital, cosa que hizo aquella misma tarde, y mientras era atendida, llevó a Mario a una fonda cercana en la calle Carretas. Apalabró con el dueño un trato que pasaba porque lo que ganase el niño, cubriría todo los gastos atrasados que debía allí y seguiría consumiendo. 

Unos meses después, el día de san Juan, pero otro, san Juan Crisóstomo, el mal que asolaba a la madrastra del gienense se la llevó a mejor vida. Su tío ni le preguntó entonces si quería volver a su tierra madre, no le preguntó si tenía más familia o alguna obligación allá: ni siquiera se interesó por el nombre de su sobrino político hasta semanas después de haberle conocido. La verdad es que no le hubiera importado: la villa a donde tantos de los alrededores migraban en busca de mejor vida estaba en la decadencia. Le llamó la atención que casi no se bebiese vino. 

-Es por las malas cosechas- le explicó una tarde don Rogelio, el dueño de la tasca donde trabajaba. -Llevamos años de sequía, y todo es más caro. El vino cuesta cinco veces más que antes, y claro, tú como eres de Jaén lo beberás más que el agua. 

-El vino, el aceite, el pan… todo una mierda, menos la casquería- añadió un parroquiano. -Eso se mantiene, a pesar de Esquilache. 

Esto último lo dijo alzando la voz. 

-¡Muera Esquilache! 

-¡Muera! 

-¡Muera el mal gobierno! 

-¡Muera! 

-¡Viva el Rey! 

-¡Viva! 

-¡Muera!- esto último lo dijo un espontáneo en una de las mesas del fondo de la taberna. Más de uno le miró con desprecio o con risa sorna. A punto estuvo el ambiente de seguir en silencio a modo de pedirle explicaciones, pero cada uno siguió a lo suyo. 

-Ese es un jesuita- señaló don Enrique, el parroquiano que había gritado el ‘¡Muera Esquilache!’, retahíla seguida por otros de los presentes. No era la primera vez que presenciaba una escena semejante. 

Llevaba poco tiempo en Madrid, pero había oído hablar más de Esquilache que del propio rey. Al principio él pensaba que se trataría de uno de los perros vagabundos 

que rondaban el centro de la villa, luego supo que era el que mandaba en la recaudación de impuestos y en la guerra, es decir, en invertir los ahorros del pueblo en las gestas que los ejércitos españoles libraban en lugares que ninguno de los allí presentes conocerían jamás. Excepto si eras precisamente jesuita, porque muchos de ellos eran destinados a la Nueva España, o al Río de la Plata. 

Mal se quería a Esquilache en Madrid y a otros cortesanos de su católica majestad, todos extranjeros como Sabatini, por estar poniendo patas arriba la ciudad con los dichosos empedrados, plazas y cloacas, a costa de freír a impuestos al pueblo. 

Al llegar a la casa de su tío, que no era casa como tal, sino una habitación que alquilaba a cambio de favores sexuales con la dueña del lugar, lo encontró vestido con capa y sombrero de ala larga. 

–¿Te gusta?– preguntó al chico, advertido por el ruido de la puerta al entrar. Era la primera vez que su tío Valentín le preguntaba algo. –Un año ahorrando y ya me las he comprado en El Rastro. Casi te vendo a ti para cubrir los gastos, pero gracias a la última chapuza que les he hecho a los de Pontejos, he conseguido cubrirlo. 

En verdad aún faltaba por pagar la mitad del coste de aquellas dos prendas, pero Valentín jamás daría a conocer aquel secreto. Dicho esto abandonó la habitación. Mario se echó entonces en su lecho de paja y como todas las noches, se durmió rendido por el cansancio de la jornada. 

Los días se acortaban, el frío era cada vez más intenso y don Rogelio le dijo de quedarse a vivir allí en invierno para no tener que atravesar Madrid por el frío. En una de las regulares visitas de su tío Valentín se lo comunicó, y para nada le importó, y no precisamente por su embriaguez, estado que compartía con resto de parroquianos con los que entró, todos además con capa y sombrero de ala. Parecía que Valentín tenía la necesidad de encajar entre aquellos hombres. Venían muy divertidos: acababan de interceptar a una pareja de guardias valones a los que había alcanzado un buen baño de aguas menores arrojadas en el momento menos oportuno. 

-¡Hijos de perra, bien os gusta comeros la mierda! 

-¡Qué no sabéis hacer otra cosa, napolitanos zascandiles! 

Uno de ellos les lanzó una retahíla de palabras en su lengua natal, que seguramente serían insultos por cómo se expresaba. 

–…zascandila y perra la tua madre

Valentín se adelantó entonces a uno de ellos y le espetó: 

-Ahora estamos a otros menesteres, pero a la noche en esta ciudad mandamos nosotros. Tener cuidado, que en el rincón menos pensado os estaremos esperando- a lo que añadió un salizavo en su cara. Los guardias se alejaron. 

Estigmatizados tenían los gatos a los valones, la guardia que se había traído el rey don Carlos de Nápoles, por ser las fuerzas de choque que eran enviadas siempre a sofocar revueltas madrileñas. En más de una ocasión se habían saldado con muertos en ambas partes, y la tensión no hacía más que crecer. 

Día antes a la víspera de Navidad, don Rogelio mandó al chico a la Fontana de Oro, a pedirle al dueño veronés, don Carlo, un par de maderas para apañar un destrozo de la barra. Atravesaba el chico la puerta del Sol cuando vio a lo lejos una carroza acercarse en su dirección rodeada por valones. Se apartó de su ruta temeroso, pues sólo el rey podría ir en ella. Entonces varias sombras emergieron de los alrededores, forcejeando con los guardias y zarandeando la carroza. 

–¡Esquilache, perro de mierda, vete a tu cueva! 

En seguida algunos asaltantes se marcharon, no sin haberse pegado bien con los valones, ni estos propinar más de un mandoble que tiró a uno al suelo. Tembloroso por el frío y la impresión, el niño llegó a la Fontana de Oro y don Carlo le entregó varias maderas. Como eran pesadas mandó a su hija Nicoletta con él: fue la noche que se conocieron. Pasó la Navidad, pasó parte de la primavera, y el Viernes de Dolores, al volver en uno de esos trayectos, gracias a los cuales los dos niños se hicieron muy buenos amigos, encontró a un alguacil encarado con el dueño. Al ver entrar al chico, lo agarró y se lo llevó a ojos estupefactos de la regentilla y el pesar de don Rogelio, que no pudo evitar encubrir con su mirada asustada al chico. Mario fue llevado a la comandancia de la autoridad, allí uno de los superiores alguaciles le estaba esperando. Fue muy violento para el joven de Jaén verse en aquel percal. 

-Eres el sobrino de Vicente el de Almuñecar, ¿así es? 

-Sí- soltó el niño, más por instinto de supervivencia que otra cosa. 

-Tu tío ha sido detenido saltándose el bando del sombrero y capa que el rey aprobó el 10 de marzo- le explicó malhumorado. -Le hemos llevado al sastre para que le corten la capa, y aquí lo tenemos preso. Como supongo que no querrás que le pase nà malo, vas a colaborar. 

En verdad ya vivía con don Rogelio: le trataba bien, veía a Nicoletta casi todos los días, y a su tío sólo cuando iba a beber con los de capa y sombrero, que como bien decía el jefe de alguaciles, ya no se podían vestir. 

-Tu tío es mal pelaje y se rodea de calaña peor que él, de la que quiere reventar el orden por el que el rey vela. Le vamos a soltar con la condición de que te conviertas en su sombra y nos avises de cualquier cosa mala que planeen contra el rey, el 

príncipe o el malnacido de Esquilache. ¿Entiendes?- le dijo en tono de bronca. Acto seguido puso encima de la mesa cinco monedas. -Que no se entere de que eres nuestro pequeño alguacil, o volverá a la cárcel, y tú a Cartagena de Indias a galeras. 

El pobre Mario no supo qué hacer. Se guardó aquellas monedas como oro en paño y corrió hacia la calle Carretas. Don Rogelio le pidió explicaciones, asustado, pero no inquisitivo como el alguacil. 

-No puedo hablar, o me mandan a galeras- sentenció Mario. 

Dos días después, el Domingo de Ramos, llegaron a la tasca noticias de que habían intentado matar a Esquilache en la iglesia de san Cayetano, pero ileso había salido. 

‘‘¿Habrá sido mi tío?’’ se preguntó el niño. Llevado por el arrebato cogió el ungüento que usaba don Rogelio para terminar de dormir a los borrachos y maleantes y expulsarlos del bar cuando daban problemas, y partió al cuarto de su tío, rezando a la Virgen del Buen Suceso que allí estuviera. Y así fue: le pilló armándose, parecía que ante los tumultos la cosa requería una acción que llevaba tiempo esperando. Cuando se dirigía a la puerta se topó con su sobrino. Éste en acto reflejo le ofreció la botella. 

-Vino de Jaén bendecido por la virgen de Zocueca. Os dará suerte para luchar contra el hijoputa de Esquilache. 

Sin mediar palabra Vicente abrió la botella y la bebió de una sentada. 

-Tiro para su palacio a saquear su despensa y llevarme todo lo que no esté clavado al suelo- dijo dejando caer la botella al suelo. Efectivamente, los efectos fueron inmediatos y tratando de no perder el equilibrio, se desplomó finalmente en su lecho. Mario agarró entonces la capa cortada de su tío, y la utilizó para atar con mala técnica sus manos y pies. Hecho esto abandonó la habitación y corrió de nuevo a la tasca, y ante el pensamiento de que podría haber matado a su tío por la cantidad ingerida, corrió más para disipar aquel pesar. ¿A dónde? A la casa de Esquilache, ¿por qué? No sabía… por el camino se encontró a dos alguaciles que corrían, más huyendo que persiguiendo a los revoltosos que aquel día revolvían toda la vlla. Se acercó a uno de ellos y le informó: 

–Dígale usted a la comandancia que van a saquear la casa de Esquilache y que don Vicente está reducido. 

Al guardia no le dio tiempo a responder ni a ver su reacción, porque siguió corriendo hacia el palacio. Su misión de ‘pequeño alguacil’ la daba por terminada. De camino en la plaza de las Cuatro Calles, vio a una larga muchedumbre marchando en procesión, y no de Semana Santa, pues portaba el retrato de Esquilache. Supo en seguida que venían de su morada, que ya lo habían desvalijado, y se dirigían a la Plaza Mayor a ‘‘ejecutar’’ el cuadro como a los herejes 

que allí se despedían de la vida. Le siguió apenas unos metros, pues con adoquines arrancados de la vía, reventaron los esquilaches de aquel tramo de la carrera de san Jerónimo. Allí Mario se bloqueó y se detuvo. 

-¿Entonces tu tío está dormío?- preguntó Leonor tras haber escuchado el relato de las últimas horas de Mario. 

-Si me encuentra, me mata. Y como he avisado tarde de lo de la casa de Esquilache, los alguaciles también me mandarán a galeras por haberles fallado. 

En ese momento, un grupo muy excitado de madrileños entró armando gran ruido y pidiendo vino. 

–¡Que pague Esquilache!– gritaban. 

Uno de ellos, Rodrigo, el jefe del gremio de zapateros, se subió a la barra. 

–Para los aquí presentes que no lo sepáis, hemos entrao al patio de armas del Palacio Real, y me han nombrado delegado del pueblo para hablar con su majestad el rey don Carlos. ¿Que qué le he pedido? ¡Qué baje el precio del pan, el vino y lo demás, y que mande a Esquilache a freír monas! 

–¡Y bien que ha salido luego el Borbón al balcón a jurar que cumpliría! 

–¡Llorando como un niño le han visto! 

–¡Ahora que no se escape a Valsaín o Aranjuez, que tiene que cumplir lo que ha prometío

El pueblo celebraba mientras Mario pensaba que su vida en la Corte había terminado. Llevado por el arrebato, en medio del bullicio y sin despedirse de su única amiga ni don Rogelio, marchó hacia el camino de Carabanchel rezando de nuevo por encontrar una caravana que le llevase hasta su pueblo. Tenía monedas suficientes para resistir el viaje, eso quiso pensar. Y sin mirar atrás, abandonó para siempre la ciudad que había sido su hogar durante casi un año. 


Autor/a: El heraldero de Madrid


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