A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, en la ciudad de Sevilla se matricularon en la Universidad de Mareantes cinco, y únicas, armadoras (1); fueron María Josefa de Serastegui, Manuela Josefa Patricia de Sifuentes, Anoela Catalina del Rado, Juana Gabriela Sánchez Dorado y Josefa Latasa (2). En una época en la que la mujer tenía un papel limitado, en el que su rol más significativo era el hogar y la familia, hubo mujeres que se adaptaron a roles exclusivos para los varones, uno de los papeles más característicos en estos casos fue el comercio.
Sabemos que a lo largo de la Historia el sexo masculino y el femenino han estado dividos en dos espacios diferentes: un espacio público para el varón, es decir, una vida dedicada al exterior, y espacio privado para la mujer, esto es, dedicada al interior o a lo doméstico. En la sociedad del Antiguo Régimen se consideraba el matrimonio, especialmente para las mujeres, como una representación de clase y prestigio. Los matrimonios de conveniencia eran lo más usual en aquel momento pues con ellos era posible mantener los estamentos sociales, el rango y el honor familiar. Este se acompañaba de la dote que aportaba la mujer al matrimonio. El régimen económico y los títulos de cada uno debían quedar fijados en las llamadas capitulaciones, y de no cumplirse podría romperse el acuerdo matrimonial.
Muchos textos representan cómo la mujer casada, al margen de la vida matrimonial, busca su propio espacio y sus propias relaciones extramatrimoniales dando lugar a la moda del cortejo. Sin embargo, no siempre fue así, ya que hay numerosos ejemplos de mujeres que han trabajado en espacios masculinos, por ejemplo en la artesanía y el comercio. El trabajo femenino en este siglo, como ocurrió en épocas anteriores, formó parte habitual de las estrategias de subsistencia familiar.
La Real Cédula de 1779 ordenaba a los gremios permitir a las mujeres y a las niñas llevar a cabo ciertas actividades laborales. En 1784, otra Real Cédula, continuó esta tendencia, en ese caso centrado su atención a la industria textil. Los ilustrados querían reformas en el mercado laboral y en la inserción de la mujer en él. Defendían la presencia femenina en las industrias nacionales. También hubo otras Reales Cédulas en 1790 y 1793, que sirvieron para que la mujer fuera incorporada en cualquier gremio para poder trabajar, sin embargo había una limitación patente: no podían llegar al rango de maestra. Es raro los casos de mujeres que llegaron a este puesto.
Las Sociedades Económicas de Amigos del País plantearon la necesidad de la educación femenina para que formara parte de la población productiva. Se defendía públicamente que la mujer trabajara, ya que las teorías ilustradas estaban triunfando. Se defendía no para que tuviera derechos, no lo defendían los ilustrados, sino para que fueran útiles para el Estado.
Pese a los límites que se han puesto a la mujer en el mundo laboral, siempre han estado trabajando. En el caso de las mujeres que formaban parte de una clase social baja, normalmente agraria, debían encargarse principalmente de su hogar; y aunque la mayoría de estas mujeres no trabajaban por gusto sino por necesidad para aportar dinero a su familia, muchas también trabajaban en el servicio doméstico o como jornaleras. Había constantemente un gran número de viudas, muchas de las cuales realizaban junto a sus hijos el trabajo que había ejercido su marido, sobre todo en el caso del comercio. Las esposas de comerciantes y mercaderes eran las compañeras y ayudantes de sus maridos, y los sustituían en el caso de que estuvieran ausentes o hubieran fallecido. Ellas demostraron dedicación y facilidad para la administración de los bienes económicos e incluso como inversoras, llegando en muchos casos a tener éxito.
Gracias a estas mujeres trabajadoras, que «rompieron las reglas» establecidas, la mujer ha demostrado que es algo más que una madre, una esposa, un «ángel del hogar» y un mero florero que forma parte del patrimonio familiar; fueron y son listas, fuertes y valientes.