Relato: Ocho Sogas – De John Proctor

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<<Existen catorce tipos de magia, que nacen de las tres clases de Adivinación. La primera de las tres es la invocación franca de los demonios (…)>>. Malleus Maleficarum (Martillo de las Brujas). 1486.

Martes, 21 de abril de 1.592

Laspaúles (alto Aragón)

Por tercera vez en dos meses el redoble acompasado de las baquetas se convierte en preludio de muerte. Los lugareños han perdido el fulgor con el que habían recibido a las primeras condenadas en las jornadas precedentes. Ya no se escuchan ni los insultos ni los gritos, tan solo silencios rotos a golpe de tambor. Muy lejos en el tiempo quedan los días de delirio colectivo donde todos eran sospechosos y acusadores a la vez. Ahora impera el horror. Quién no habrá escuchado los alaridos de dolor por las torturas y vejaciones, quién no habrá asistido aún a alguno de los múltiples juicios públicos que han ocupado largas semanas. La mayoría de los vecinos están cansados y quieren seguir con sus vidas. Nadie podrá culparlos por ello.

Bringer Castel, como alcalde y juez que dictó sentencia, preside con aire altivo el banco de autoridades; acaricia metódicamente el pelo de su hirsuta barba. A su derecha, Joan Palomera, su lugarteniente, se sacude el polvo de sus nuevos pantalones gregüescos; no ha desaprovechado la ocasión para lucir sus mejores galas. Y a su izquierda un par de oficiales del destacamento militar acantonado en la zona, que sujetan gallardamente las empuñaduras de sus elegantes espadas roperas; tienen más ganas de terminar el trámite y abandonar las montañas que de presenciar un nuevo ajusticiamiento.

Desde su emplazamiento en la loma, ni el alcalde ni sus acompañantes pueden oír el crujido seco que resuena en el centro de la villa. Una vieja cerradura, que mantenía a las hechiceras alejadas de las almas inocentes de Dios, chirría de nuevo. En ese mismo momento un viento repentino azota el pequeño espacio que separa a los notables del patíbulo. Algunos de los presentes se mueven incómodos en sus asientos… ese viento proceden del viejo Turbón, la montaña mágica, aquella en cuyas faldas se ha convenido por sentencia que realizaban sus aquelarres e invocaban al diablo. Alcaldes de aldeas vecinas, sacerdotes y algunos burócratas del real ejército de Felipe II completan el séquito y van tomando posiciones en el palco de honor. Los soldados han asegurado todo el proceso con minuciosa disciplina y siguen ocupándose del orden y del cumplimiento del veredicto sin tacha alguna. Bringer no cabe en su sitio, nunca ha saboreado tanto poder y lo está disfrutando de veras. Se frota las manos perdido en sus fantasías. Las detenciones y los interrogatorios seguirán. Aún quedan brujas por interrogar, aún quedan siervas de Satanás por ejecutar.

Esta vez son ocho las vecinas que cruzan nuevamente el umbral de la entrada principal de casa Puntarón, convertida desde el inicio de los acontecimientos en una de las dos cárceles del Concejo municipal. Todas ellas, una tras otra, cuando van asomando la cabeza escoltadas a punta de arcabuz, se cubren los ojos ante la luz cegadora de mediodía. Su aspecto es lamentable, es andrajoso, es indecente: sus harapos cubiertos de sangre seca y mugre de todas las categorías, las convierten en menos que una sombra de lo que un día fueron. La última en salir es María Garús; a ella además la violaron varias veces, al igual que a Catalina y Ana. La juventud y la acusación de brujería son un maridaje irresistible para alimañas tan despreciables como las que recibieron el encargo de custodiarlas. Funesto destino el de ella, trágico destino el de todas.

Dos amigos de infancia de Sebastián Arcas, Pedro y Jaime, pudieron huir en la confusión de las primeras detenciones, dejando atrás a familiares enjuiciados. A buen seguro estarán lejos de allí, nunca más sabrán de ellos, pero su amada, su querida María ha corrido peor suerte. La impotencia que le embarga es insoportable. María es inocente, como todas las demás. Él lo sabe, muchos lo saben, pero es víctima de los miedos e ignorancia de unos, es víctima de las envidias y el resentimiento de otros. Ella tan solo es maestra de hierbas y ungüentos, de un saber ancestral heredado de mujer a mujer en su humilde casa… y qué sabe ella de religión y demonios, qué de encantamientos y conjuros, si vive en tierra tan antigua que en un pasado no muy lejano ni siquiera se hablaba lengua cristiana. No hay casa en todo el lugar que no le deba algo. Ahora la gente la observa en silencio mientras cierra la comitiva, algunos se llevan las manos a la cara al ver su deplorable aspecto, otros bajan la mirada, algunos suspiran, otros se santiguan… una anciana reza el rosario y no deja de besar una cruz, algunos padres alejan a sus hijos del espectáculo… ya han visto suficiente muerte y dolor.

Los hermanos Puntarón, Pedro y Joan, han sabido sacar tajada de todo aquello, van a colocar los lindes de sus fincas donde quería su abuelo y el abuelo de este a su vez. Las viejas rencillas en estos confines se heredan generación tras generación. Sebastián se mesa la barba y observa con el odio inyectado en su mirada cómo ríen entre sí, a buen seguro henchidos de satisfacción ante la consumación de su venganza, mientras en ese momento cierra la columna su amada: María arrastra sus piernas por el camino parcialmente empedrado mezclando sus pies desnudos y heridos con el estiércol y el barro. 

Una procesión lúgubre y maldita se encamina hacia el cadalso. María encuentra sin buscar, encuentra allá donde mire los rostros que antaño imploraron su ayuda: a José, el vaquero que si perdía una vaca y su ternero en el parto caería en la ruina, a Ramona, la mujer con dolores estomacales insufribles, a Joaquín y Tomasa, los padres del niño que fue mordido por una víbora, a la anciana Benedeta, bañada en lágrimas, cuyas llagas en los pies la obligaban a pasar el invierno de su vida postrada en un camastro… y así tantos y tantos. Los vecinos no aguantan su mirada, la de María Garús no. Muchos han comprendido la sinrazón de todo el proceso, la locura colectiva que han vivido, pero ya es demasiado tarde. Hay cosas que tan solo Dios puede parar, y ese mediodía nadie espera que haga acto de presencia. Es otro día del Mal erigido en nombre del Bien.

El camino que recorre se presenta eterno y de un dolor terrible, pero lo soporta con la dignidad y el alivio de saber próximo el fin de su calvario. A la vez que levanta la vista en dirección a su destino, Sebastián también gira su cabeza y observa el leve balanceo de las ocho sogas. La última cuesta camino del Rodero de Sent Roc (San Roque) se presenta infinito. A medida que las primeras condenadas alcanzan el altozano donde el espectáculo estará a la vista de todo el mundo, Sebastián corre por la solitaria calle paralela hasta que alcanza la última esquina. Ahí, escondido tras una columna de piedra, entre los estrechos soportales de la última casa, sus miradas se cruzan una vez más, y las lágrimas recorren impetuosas los rostros de ambos porque no hace falta decir nada, porque todo está dicho, y porque todos los sentimientos son conocidos y compartidos.

Un empujón por la espalda le recuerda a María que no puede detenerse, pero está tan deteriorada que trastabillada cae al suelo. Sebastián se apresura en su ayuda pero recibe un culatazo de arcabuz en su mentón. Esos soldados del rey han combatido recientemente a los franceses y la crueldad de la guerra les hace implacables y no mostrarán piedad… y mucho menos hacia una sierva de Satanás. La boca de Sebastián sangra, como también sangran los pies de María que consigue erguirse de nuevo y se dirige, ahora sí, decidida y sin titubeos a cumplir su sentencia.

Una a una aquellas desdichadas van ascendiendo los rudimentarios escalones y se van situando junto a sus sogas. Están bien anudadas, y es que los soldados de su majestad, del imperio del orbe, saben hacer bien su trabajo. Catalina mira en derredor, no soporta su dolor, no acepta lo que está por venir, niega con la cabeza desquiciada y desesperada, y profiere un grito rabioso que no suena de este mundo.

-¡Bruja, bruja! ¡Mirad bien a esa harpía!- grita alguien. Unos pocos lo secundan, pero sus ecos se desvanecen rápidamente.

El encargado de la infausta ceremonia recuerda las acusaciones en solemne lectura y, tras una breve pausa donde el tiempo parece detenerse, da la señal de rigor. Entonces los tambores repiquetean veloces y estridentes. El verdugo aprieta metódicamente los ocho cuellos de cada una de las ocho mujeres con sus correspondientes sogas. El tacto de la cuerda es áspero… ya cuesta respirar. Los tambores ralentizan paulatinamente la cadencia de su melodía. Un silencio estremecedor. Una mirada al cielo de María Garús. Y otro crujido… esta vez se trata de la madera de la palanca ejecutora. El vacío se abre bajo los pies.

Un remolino levanta de nuevo un polvo cegador que estremece a todos los presentes. Las almas de las brujas se desprenden rápidamente de sus cuerpos suspendidos. La de María no, ella sufrirá un poco más. Espasmódicos movimientos se apoderan de sus piernas mientras un espumarajo blanco se desliza por la barbilla. En ese mismo instante los graznidos de unos corbasos, cuervos errantes que señorean los cielos, retumban por todo el valle. Un alma sensible vomita en el palco.

Finalmente María exhala un último aliento con la mirada perdida. Ya es libre. Y el tiempo parece detenerse nuevamente.

Antes de que los presentes se disuelvan, Sebastián maldice a todos y gritando con todas sus fuerzas jura venganza. Se echa al monte antes de que alguien decida prenderlo. Los hermanos Puntarón hacen caso omiso, aplauden y uno profiere un “se ha cumplido la voluntad de Dios”.

Epílogo:

Los hechos acontecidos en el relato están basados en hechos y personajes reales.

Aquel día ocho sogas ahorcaron a Barbera Herbera, Leunor Reals, María Güeri, Catalina Barón, Ana Castayn, María Garús, Catalina Cierço y Margalida Riu.

El 4 y el 21 de marzo, así como el 29 de abril, fueron ahorcadas dieciséis mujeres más, sumando un total de veinticuatro, sí veinticuatro, y convirtiendo a Laspaúles en uno de los procesos por brujería más importantes llevados a cabo a lo largo de la historia.

Si lo comparamos con otros más favorecidos por los laureles de la fama, nos daremos cuenta de la relevancia de estos hechos:

-En 1610. Logroño.  Se juzgaron a cincuenta y tres personas relacionadas con los sucesos de  Zugarramurdi. En el proceso, tres murieron en cautiverio antes de recibir el fallo y seis fueron quemadas en el auto de fe (cinco más lo hicieron en efigie, es decir, muñecos representativos del condenado, ya que pertenecían al primer grupo de cautivos muertos en presidio).

-1692. Salem (Massachusetts). De las doscientas personas acusadas de brujería fueron ejecutadas catorce mujeres, cinco hombres y dos perros.

Ninguna de estas cazas de brujas puede compararse a la vivida en este rincón del alto Aragón. Es más, en Benasque y los valles circundantes hay indicios de más persecuciones y juicios, pero en ninguna parte existen pruebas concluyentes como en Laspaúles.

Estos hechos habían caído en el mayor de los olvidos, perdidos en la densa y oscura bruma de los tiempos, hasta que Domingo Subías Armengol, un sacerdote que cuidó las almas de estos parajes recónditos durante años, vivió a finales del siglo XX algo que cambiaría su vida para siempre: en un encuentro fortuito se topó con uno de aquellos tesoros que escriben nuevos capítulos de la historia. En su vieja iglesia cientos de manuscritos deteriorados y ocultos baja una espesa capa de polvo de cuatrocientos años, iban a redescubrir unos acontecimientos que los vecinos habían sabido borrar de la memoria colectiva. Estos documentos viajaron a Alemania para corroborar su veracidad. La verdadera dimensión de lo acontecido probablemente nunca será conocida.

Hoy en días aún se pueden encontrar en las aldeas de la zona los viejos “espantabruyxas” en los tejados y los vanos de las viejas ventanas pintados de azul celeste. Según la creencia popular todo ello mantiene alejadas a las brujas y demás espíritus maléficos.


Notas finales:

La narración es fruto de la imaginación, pero está enmarcada en los datos verificados en los manuscritos. Las mujeres enunciadas fueron ahorcadas el día indicado. Los fugados citados están documentados, así como el alcalde y su lugarteniente, y también los hermanos Puntarón. La casa de estos, así como casa Piquera, fueron utilizadas por el Concejo de Laspaúles como cárceles municipales.

El contexto político de la zona fue convulso en aquellos tiempos, ya que se produjo una invasión desde Francia promovida por el otrora secretario del rey, Antonio Pérez. Entraron por el cercano valle de Tena, y Felipe II envió un gran ejército para expulsar al enemigo compuesto también por muchos protestantes franceses. Estas tropas estuvieron acantonadas en la zona por largo tiempo.

Finalmente, el 24 de agosto de 1592, Sebastián Arcas se presentó ante la puerta de casa Puntarón y disparó con un pedreñal, un fusil corto de la época muy extendido en Cataluña  y alrededores. Mató al menos a uno de los hermanos. ¿Se trató de un ajuste de cuentas? Eso no está escrito, pero los indicios apuntan a que así fue.

(El pseudónimo utilizado, John Proctor, se corresponde con un personaje real: fue un tabernero acusado de brujería en los procesos de Salem. Su personaje en la obra teatral que narra estos hechos es inolvidable).


Fuentes:

La Mala Semilla. Carlos Garcés Manau. Tropo Editores.

Facsímil de Manuscritos de LasPaúles del siglo XVI.

Malleus Maleficarum (Martillo de las Brujas). Heinrich Kramer.


Autor/a: John Proctor


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