Gabasa 1938

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Gabasa, 1 de diciembre de 1938. 

No puedo dormir, supongo que es lo normal cuando van a fusilarte en cuanto se haga de día. ¿Cómo he llegado a esta fría celda? No lo sé. Pero voy a intentar en estas hojas ir desgranando todos los pasos hasta llegar al resultado. La pluma que me han dejado está en las últimas y la calidad del papel es pésima, pero me ha costado una fortuna de un dinero que ya no necesito sobornar al carcelero para que me deje algo donde plasmar estos últimos pensamientos y dárselos a mi familia. 

Con 32 años cuento yo, casado con María, la mujer más bonita de Purroy y tengo un hijo de 8 años, Pedro, y una hija de 5, Marisa. Que se van a quedar huérfanos antes de que el Sol otoñal llegue a lo más alto del cielo bajo esta aldea clavada en la roca prepirenaica. De profesión agricultor, tengo tierras que me permiten vivir dignamente y emplear a algunos de mis vecinos. Cultivo sobre todo cereal, trigo, pero también tengo olivos y almendros, además de unas 100 ovejas. En lo económico no me puedo quejar. Por lo demás soy una persona sencilla y trabajadora, le gusta pasar su tiempo libre en casa escuchando la radio con mi familia o en el café, trato bien a mis amigos y procuro darles un buen jornal a mis trabajadores, suficiente para que les permita mantener a su familia. No suelo asistir a las tertulias de política que se hacían en la plaza del pueblo en verano y en el bar en invierno y que tan populares se han vuelto en la última década. Soy creyente, aunque no ferviente, no obstante raro es el domingo que me pierdo una misa. 

Ideológicamente creo que el orden, la lealtad, la fe y el sentido de la moral son necesarios para el buen funcionamiento de un país. En mi adolescencia vi la llegada al poder de Miguel Primo de Rivera y pude observar como las condiciones mejoraron tanto en Gabasa, mi pueblo, como en los de alrededor. La República llegó con mucho ruido y muchas promesas pero, como suele pasar, los cambios han sido muy escuetos aquí en los pueblos. La primera vez que voté en mi vida fue el 12 de abril de 1931, se votaba para las elegir a nuestros gobernantes en los pueblos y las provincias; yo, y casi todos aquí, voté a don Ramonet, el cacique local, supongo que todos los bailes que financió esa primavera decantarían el voto de más de uno. 

El golpe de Estado de los generales Mola y Franco lo oigo en la radio del bar, pero corro a casa para poner a mi familia a resguardo. Las primeras horas están llenas de confusión, nadie sabe qué hacer. Se forman grupúsculos tanto de izquierdas como de derechas que van de aquí para allá como pollo sin cabeza. En mi caso reúno a mis trabajadores y les reparto un saco de grano para cada uno y les mando para casa; es de destacar que a Santiago ya no se le ve el pelo. Santiago, es uno de mis mejores empleados, obediente y trabajador, pero anarquista, siempre nos salía con sus mítines políticos y cantaba sus canciones en esas abrasadoras tardes veraniegas de cosecha. Al principio a mi me molestaba de sobremanera, a fin de cuentas el anarquismo era, y es, todo lo contrario a lo que yo pensaba; no obstante con su sentido del humor y su bondad me hicieron pasar por alto esas cosas, e incluso llegué a tatarear en algún momento de evasión la famosa “Internacional”. 

 

Al día siguiente, cuando parece claro que el golpe de Estado no ha triunfado; en el caso de Aragón, y sobre todo del Aragón oriental, en cada pueblo hay un caso diferente. Por la tarde del 19 de julio de 1936 se proclama el anarquismo en la localidad de Gabasa. 

Los primeros días eran de una normalidad absurda. Estábamos en guerra, había llegado el caos del anarquismo, pero prácticamente todos seguíamos con nuestros quehaceres. Solo alguno que otro se pavoneaba por el café y dos o tres habían desaparecido. Nada más. No fue hasta el día 24 que llegaron las tropas de Durruti, nombraron un comité y empezaron a hacer decretos: Abolieron la moneda y la propiedad privada, confiscaron todos los vehículos, requisaron el grano e implantaron lo que según ellos llamaban economía al servicio de la comuna. A los que estábamos en contra no se nos dio mucha opción, mis tierras dejaron de serlas y fueron cultivadas por todos y para todos. No obstante el trato en general fue bueno y mis ideas sobre el cultivo se tenían en consideración cuando se necesitaban. 

Los siguientes meses fueron muy raros. España estaba en guerra, pero nosotros a parte de la comida que enviaban para el frente poco sabíamos al respecto. Todas las tardes el comité hacia una reunión para comentar los avances de la tropa roja; era información muchas veces exagerada y otras directamente mentira. Prohibieron escuchar una lista de emisoras por considerarlas “fascistas”, no obstante, por las noches a escondidas me ponía la radio a un volumen mínimo para escuchar lo que para mí era la verdad sobre la guerra. La victoria de Franco parecía inminente; de hecho siempre lo parecía, con lo cual después de septiembre dejé de creérmelo. Ambos bandos mentían. 

Por aquel entonces trabé amistad con Manolo, era también un agricultor como yo al que sus tierras le habían sido confiscadas. Era el único miembro de Falange del pueblo y se jactaba de que cuando llegasen los nacionales le iban a dar cuantiosas recompensas por su fidelidad. No me llegó a caer bien del todo, pero confiaba en él.

 

Me asomo por el ventanuco y veo las estrellas, también siento el frío otoñal. Miro alrededor y lo que veo me es tan familiar y a la vez tan distante… lo que antes era cálido y agradable ahora se ha vuelto gris, frío y muerto. En la lejanía puedo ver como el cielo empieza a clarear débilmente, pronto amanecerá. Agudizo el oído y tan solo escucho el silencio recortado por algunos ronquidos de las celdas de al lado. ¿Cómo puede alguien dormir cuando le quedan menos de 3 horas de vida? En fin, será mejor que vuelva a escribir. 

Pasaron 9 meses en los que vivimos como en un trance, un paréntesis antes de que volviese otra vez la verdadera realidad. A finales de mayo de 1937 llego un relevo en el mando del bando izquierdoso. Parece ser que los comunistas se habían cansado de que los anarquistas se hubiesen apoderado del Aragón oriental y salieron de Barcelona para controlar la zona. En general, el cambio de poder se hizo con mucha más violencia que el que ocurrió el año anterior. Es más, en Gabasa se saldó con un tiroteo, dos muertos y un herido. En ese momento me di cuenta de que la victoria de Franco estaba segura, no por la eficacia del ejército nacional, sino por la ineptitud y la estupidez de los republicanos. 

Volvió a haber cambios sustanciales en Gabasa tras la llegada de los comunistas: El primero fue cambiar en el ayuntamiento la bandera rojinegra por la tricolor; el comité anarquista fue destituido, y en ocasiones perseguido, por otro comité formado por militares primero y después por personas designadas por esos militares; ellos pusieron en circulación otra vez el dinero de antes de la guerra y nos devolvieron nuestras propiedades; también aumentó el clima de violencia. Se produjeron varias detenciones, sobre todo de anarquistas y la gente de derechas nos sentíamos mucho más vigiladas que durante el gobierno colectivista. 

Mis encuentros con Manolo se tuvieron que reducir drásticamente, nos teníamos que reunir casi en clandestinidad, ya que era un sospechoso por parte de los comunistas; se jactaba de ello las raras ocasiones en las que nos veíamos en mi casa, todavía más convencido de cómo Franco le iba a agradecer las penurias pasadas por la causa. 

Por todo esto me dio tiempo a reflexionar: Sabía que la guerra estaba ganada para el bando nacional, pero ¿qué era el bando nacional? Según la izquierda eran fascistas, palabra que se estaba poniendo muy de moda por todas partes. Según ellos un fascista era alguien muy conservador, muy católico, muy patriota y muy violento. Yo me consideraba conservador, católico y patriota ¿era por eso un fascista? No lo creo, me considero ante todo demócrata y según las noticias que llegan desde Alemania e Italia sus mandatarios fascistas se han deshecho de la democracia como quien se deshace de una mula vieja. Además soy en absoluto violento, nunca agrediría a nadie salvo que fuese por proteger a mi familia. Entonces ¿quería que Franco ganase la guerra? No lo creo. ¿Los rojos? Por supuesto que no, solo han traído caos, desorden y sangre. ¿Quién? No lo sé. 

A principios de julio del año pasado los rojos se prepararon para dar su coletazo final. Se disponían a ejecutar la batalla del Ebro con el propósito de abrir un puente entre la capital y la zona de Cataluña y el Aragón oriental. Ese ajetreo también llegó a Gabasa: se confiscaron grandes dosis de grano y carne seca, además de automóviles y otras herramientas que les fuese de ayuda en el frente. Además llamaron a filas a más gente, como ya casi no quedaban jóvenes tuvieron que coger a poco más que niños. Zagales que prácticamente no habían salido de la niñez se subieron al camión como si fuera una fiesta, ninguno ha regresado todavía y de pocos se tienen noticias. El intento de alargar la guerra solo ha provocado que el ejército del General Franco conquistase la zona después de que el raquítico bando republicano cayese como una baraja de naipes. 

 

El 20 de noviembre llegó el ejército nacional a Gabasa. Todo el mundo estaba al tanto, y había provocado la desbandada de todos aquellos que tuvieron alguna implicación en los dos años de gobierno de izquierdas tras el golpe de Estado del general Franco. Unas 10 personas fueron a recibirles a la entrada del pueblo. Entre ellos destacaba Manolo, que iba abriendo el paso con la cabeza bien erguida y la camisa azul de falangista. 

Llegaron en dos camiones unos 20 hombres y 5 más detrás en un coche muy elegante. Ya no tenía ninguna reacción hacia ellos, ni alegría ni tristeza, ni miedo ni valentía. Todos me parecían iguales en ese momento, solo quería que acabara la guerra, volver a la rutina y ver a mi hijo y a mi hija crecer. La toma se hizo de forma pacífica, y a las 10 de la mañana ya habían cambiando la bandera tricolor por la rojigualda. Sin duda esa era mi bandera, con la que yo me sentía identificado, pero no me sentía identificado con esa gente. 

Ese día mi mujer y yo decidimos ir a misa, más que nada para dejarnos ver. Al salir nos enteramos de que mientras estábamos en la iglesia el ejército se había dedicado a hacer una criba. Gabasa cuenta con unas doscientas personas, de las cuales siete de ellas fueron sacadas de sus casas y encerradas, esperando su final. Todos sabíamos que eso iba a pasar, pero nos sorprendió la rapidez y sobre todo la cantidad. Siete de nuestros vecinos iban a ser ejecutados en las próximas horas o días. 

Las siguientes tres jornadas fueron horribles. Los militares iban por las casas y se llevaban a quien les parecía. Acusados por comunismo, masonería, ser enemigo de Dios y de España… una sarta de tonterías, la mayoría de ellos no había hecho nunca más que votar a tal o cual partido o discutir sobre política en el café. Todos ellos eran confinados en unas celdas. Ahí les intentaban conseguir el nombre de quién sería el próximo en ser sacado de su cama de madrugada, para ello utilizaban amenazas a los familiares primero y luego torturas. La mayoría de ellos decía un nombre al azar para terminar con ese infierno. Una vez el detenido había cantado se le llevaba a una cuneta, al frontón del cementerio o cualquier otro sitio y se le fusilaba. La familia ni siquiera sabía donde habían asesinado a sus seres queridos. 

 

El día 25 de noviembre nos encontrábamos en una tierra en una zona un poco alejada y de difícil acceso. Era, y es, época de siembra, con lo cual íbamos ajetreados. En la distancia apareció una silueta. Desde que empezó la guerra decidí ir siempre con una escopeta vieja de caza, más que nada para disuadir de cualquier aprovechado (en épocas de violencia siempre abundan los saqueadores y bandidos); no estaba seguro de que disparase, ni siquiera de que yo supiese utilizarla, pero es lo que había. Así que la cogí, y apuntando a esa figura esperé a que se acercase lo suficiente. Antes de eso pude ver su rostro: Era Santiago, el cual tras reapareció cuando se fundó la colectividad anarquista, para volver a desaparecer con la llegada de los comunistas. Desde entonces se rumoreaba que otros tantos y él se dedicaban a hacer guerra de guerrillas por los montes circundantes. Venía con las manos levantadas y con gesto serio: 

-Van a ir a por ti -dijo sin ni siquiera saludar- vas a ser el siguiente. 

-¿Cómo? -pregunté, no entendía nada. 

-Esta próxima madrugada, la siguiente a más tardar. 

-¿Pero qué dices? No van a ir a por mí. Yo no he hecho nada malo. – Seguía completamente incrédulo. 

-¿Todavía no te has enterado? Esto no va de hacer algo malo o bueno. Va de vencedores y vencidos. Y alguien ha decidido que eres de los segundos. 

-¡Si yo no soy de izquierdas! -Dije desesperado. 

-¡Ha sido el fascista de Manolo, idiota! Ha presionado para que se inventen que eras un colaborador de los anarquistas, por la trilladora esa que les dejaste. 

-Pe pe pero… me la expropiaron. -Ya tenía los ojos llorosos de la impotencia. 

-Es solo la escusa, Manolo quiere tus tierras y Franco se las va a dar por su colaboración. Pero para eso tú has de morir. –Esperó unos segundos y siguió- Mira, nos hemos juntado un grupo de gente de la redolada para hacerle la guerrilla a los fascistas. De momento poca cosa, pero vamos cogiendo ideas. Creemos que podemos ayudarte, reúnete conmigo en el Alto de Purroy a medianoche. Coge ropa de abrigo, alimentos para 2 ó 3 días y no vayas por los caminos principales. 

Me tuve que sentar de la impresión. La noticia danzaba en mi mente de forma que me mareaba. Yo, que siempre había sido un hombre de bien, de derechas, trabajador, temeroso de Dios… era esa misma derecha la que me quería meter un tiro en la cabeza. Ya solo me quedaba despedirme de mi mujer y mis hijos e irme muy lejos para no volver. ¡Dios!  

Mientras tanto viendo que el asunto era grave, se reunieron los demás empleados y Santiago les contó la actualidad. Me dieron la bota de vino a la que le di un buen sorbo y volví a hablar: 

-Santiago, ¿por qué me ayudas? 

-En cuanto me han dado el chivatazo no lo he dudado ni un momento.- Dijo-. Tu has sido un buen jefe que me ha brindado unas condiciones salariales dignas y ha aguantado mis turras sobre el colectivismo agrario –rió- me has tratado como a una persona y como un igual y no como a un instrumento de trabajo. ¿Sabes? Esto no va de izquierda contra derecha, esto va de parar al fascismo, y tú no eres un fascista. 

En ese momento, ambos con los ojos inundados en lágrimas, nos abrazamos por un largo tiempo. 

-Me tengo que ir- dijo Santiago al cabo-. A medianoche en el puerto. 

Y paulatinamente se marchó el hombre que me intentó salvar. 

La luz ya empieza a llenar mi celda y se van escuchando pasos y voces al otro lado de la gruesa y fría pared. No entiendo lo que dicen, pero sé que es el momento. No estoy nervioso, tampoco tengo miedo. Mi hora ha llegado, pero a la muerte la recibiré con la cabeza muy alta; tan orgulloso y tan digno de lo que ha sido mi vida que avergüence a mis verdugos. Se escuchan gritos y llantos, están empezando a sacar a la gente de sus celdas para llevárselos. Se abre mi puerta. Dos señores con la camisa bien planchada, cigarrillo en boca y el fusil en la mano ordenándome que deje de escribir estas líneas. Para después llevarme a ver el Sol por última vez. 

 

Dieron por concluida la tarea en el mismo instante en el que Santiago se largó y se fue corriendo a casa. Su mujer y sus hijos estaban en la cocina mirándole extrañados por la hora tan temprana a la que había llegado, hizo salir a Pedro y a Marisa de la casa y le contó a María lo que le acababa de pasar. 

-¿Y qué haremos? -Dijo ella en cuanto recuperó el habla. 

-Tu nada. Yo me iré en cuanto caiga la noche. No me han dicho a donde me llevarán y es mejor así, pero será lejos, muy lejos y por mucho tiempo. Al menos hasta que los fascistas sean derrotados. Os traeré conmigo en cuanto sea posible. Te lo prometo. 

Después de eso hicieron el amor por última vez y luego cenaron en familia. Les contaron a los niños que se tenía que ir a trabajar unas tierras muy lejos de ahí y que iba a tardar un tiempo en volver. No iban a entender la verdad. Después de cenar se despidieron, primero con los pequeños, y luego, a solas, con Marisa. 

Se abrazaron y tras unos buenos cinco minutos Marisa le soltó y dijo:

– Toma, quiero que lo lleves siempre contigo –era una foto que mandaron hacer el año pasado de los cuatro en la puerta de la casa-, cuando nos juntemos en la nueva casa nos haremos otra. -Tras esto se pasaron otro rato largo abrazados y ya, nuestro protagonista, solo pudo decir: “tengo que irme” y como un resorte, obligado por una fuerza abismal, cruzó la puerta de su casa para no volver.

La noche era oscura, pero no lo suficiente para no poder ver por donde se pisaba. Salió del pueblo por la parte del barranco para evitar ser visto y enseguida se dispuso a andar campo a través. 

Iba cantando mentalmente canciones que sonaban durante la República, eran canciones populares. Al poco tiempo se sorprendió a si mismo cantando: arriba parias de la tierra, en pie famélica legión, la Internacional, que había cantando el “rojazo” de Santiago tantísimas veces mientras segaban. Rió, sin duda su última risotada. 

 

Diez segundos después empezó a escuchar gritos y ladridos provenientes de todas partes. Le habían seguido desde el momento en el que salió de la aldea y le habían rodeado para asegurarse de que no había posibilidad de escapatoria. 

Se quedó bloqueado durante una fracción de segundo, lo superó y se dio la vuelta, empezando a correr ladera abajo. Ese tiempo perdido iba a ser mortal. Oía como se acercaban, y alguna bala pasando muy cerca, “¡lo queremos vivo!”, dijo alguien. Cambió de dirección, hacia un carrascal, pensaba que ahí se podía esconder entre la maleza. Pero no llegó, un perro se le echó encima, mordiéndole la pierna y tirándole al suelo. Los fascistas llegaron enseguida, le propinaron varias patadas y puñetazos y entre empujones le llevaron hasta el cuartel de la Guardia Civil, donde le encerraron para pasar los últimos 5 días de vida. 

 

En la puerta del cuartel, a punto de ser fusilado vio al séquito que le iba a acompañar en su último paseo: Los dos guardias civiles, 10 militares, mosén Millán y Manolo. Manolo. Iba con una camisa azul oscuro impecable, pantalones a juego y la boina roja en honor a los carlistas, más de las FET de las JONS que José Antonio, más fascista que Millán, más franquista que Francisco. Miró a Manolo fijamente mientras desfilaba. Este cuando se dio cuenta dio un paso para atrás, su vergüenza le impedía mirar al amigo que había traicionado por un puñado más de tierras. 

La mañana era todavía muy fría y la escarcha se dejaba ver por todas partes, era una de esas jornadas que anticipaban al crudo invierno, que en esa zona no era muy largo, pero si duro. De Gabasa habían salido cuatro pobres diablos. Menos de una hora después, cuando el Sol empezaba a calentar, llegaron a Peralta, ahí se reunieron con otros seis desgraciados. 

De ahí continuaron por la carretera a San Esteban. En ese momento nadie hablaba; todos sabían que el final estaba próximo. Solo se oía los cantos de los pájaros ajenos a todo, las botas al romper la resaca y algún gemido lastimero. 

Poco antes del cruce con Quatrecorz la comitiva se detuvo. Pusieron a los 10 en fila en el límite de la carretera y los militares prepararon sus fusiles mientras mosén Millán decía unas palabras como un autómata. Dos minutos después el capitán de la brigada dio la orden de apuntar. Alguien gritó ¡Viva la República!, es lo último que oyeron. Cayeron a plomo en la espuenda y la sangre la encharcó. Sin decir nada los militares les dieron el tiro de gracia y se fueron por donde habían venido. 

 

Dejaron atrás diez vidas sesgadas por el odio, la envidia y la mayor de las bajezas morales. Diez vidas segadas y silenciadas por el fascismo. Eran casi todos postadolescentes jugando a intentar entender un juego al que no habían sido invitados. El más mayor era él. Su rictus daba imagen de vida, solo un hilillo rojo salía de su frente y delataba su condición; su mano cerrada, enfriándose rápidamente, guardaba un tesoro, un papel, una foto. De su familia, los cuatro en la puerta de su casa. 

Se prometieron con María hacerse otra igual en cuanto todo acabase. En vez de eso solo había quedado una familia rota y un cadáver anónimo, junto a otros nueve, también anónimos. 


Autor/a: Airón Winchester 

Nota del Autor: Un relato ficción sobre un asesinato real ocurrido durante la Guerra Civil Española. 


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