Relato: Kan – De Vito Corleone

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Las murallas eran altas, muy altas. Las sombras del atardecer se proyectaban sobre el paso dejando entrever que no había posibilidad alguna de alcanzar el valle al otro lado sin sufrir tal número de bajas que continuar con la campaña se tornase un imposible. Además, no podía permitirse dejar en su retaguardia a ningún enemigo. Ninguno. 

Mientras rumiaba rencor y ansia, el Gran Kan volvió a mirar detenidamente la ciudad que se elevaba hacia el cielo una última vez, no era tan grande como otras que había arrasado y puesto a sus pies, pero esto era diferente, disponía de una ciudadela en la cima, allí donde la vista confundía horizonte y cielo, mientras que las casas se asentaban por una empinada ladera que otorgaba a sus defensores la ventaja de la altura. No le gustaban las ciudades ni la gente que se escondía dentro de sus muros como los gusanos se ocultan bajo tierra, eran lugares toscos, habitados por bárbaros incapaces de montar semanas y semanas en busca de los mejores pastos para sus caballos, de las mejores aguas para su ganado y del mejor hidromiel para sus guerreros. Pero había que conseguirlo, había que conquistarla, los malditos Xia esperaban al otro lado.

El verano languidecía, los árboles ya habían perdido su fruta fresca y tan sólo nogales y avellanos podían proveer de escaso avituallamiento. Aunque las reservas que sus centenares de carromatos transportaban eran suficientes para mantener durante varias semanas a los suyos, no podía permitir que su pueblo quedara expuesto en la llanura durante todo el invierno, a merced de un enemigo bien parapetado y que podía recibir ayuda de los Xia en cualquier momento, menos aun conociendo por sus espías que la ciudad estaba bien abastecida de grano y salazón para pasar el largo frío. Incluso estaba dotada de manantiales subterráneos que proveían de agua a los defensores y que costaría mucho envenenarlos, en el caso improbable de que se pudieran localizar en medio de aquella amalgama de montañas, valles y arroyos. No, el asedio no era una opción. 

La tarde ya sólo ofrecía un destello fatigado de lo que había sido un hermoso día cuando el plan comenzó a tomar forma en su cabeza, picó a su caballo y emprendió el camino de vuelta hacia el campamento con el resto de sus generales que le seguían a esa distancia que los buenos militares conocían y que se movía entre el respeto y la protección. El firme paso de sus caballos había abierto un pequeño sendero que les había llevado casi hasta los pies de la muralla, poco más de una vereda que ahora los separaba del enorme campamento ubicado en la gran pradera que había sido tomada por el ejército y que se extendía por todo el valle a este lado de las montañas. El corazón de cualquier enemigo se encogía ante la enormidad del acantonamiento que ahora contemplaba el Gran Kan, que no podía dejar de sentir esa habitual dulce punzada de orgullo ante la hueste que había logrado aunar bajo su firme liderazgo.  

Cuando llegó a su yurta todo estaba dispuesto y el Gran Kan pidió que le dejaran sólo. Había pasado toda su vida conquistando un territorio tras otro y olía el miedo, lo conocía y lo provocaba, esa sensación de opresión que los hombres sentían en el pecho, y en la ciudad había mucho miedo. Seguramente a sus habitantes les habrían llegado aquellos lejanos rumores de un gran ejército invencible que recorría las estepas a lomos de corceles indomables que sólo se dejaban domeñar por los temibles guerreros que los montaban y que iban rindiendo pueblos como las gacelas se rinden ante los leones, masacrados los hombres hasta el exterminio, tomados como esclavos los niños, violadas las mujeres hasta la insaciable saciedad que sólo un soldado puede poseer. El Gran Kan sonreía al pensar en los habitantes de esa ciudad que ahora veían el rumor tornado en realidad y que tomaba la forma de horda, la Gran Horda Mongola. El gran Kan se había cuidado de que estos rumores se extendieran, aunque sabía que no siempre era así, sólo ordenaba la destrucción total del enemigo en contadas ocasiones, cuando el honor era mancillado o el clan no era respetado, realmente prefería a sus enemigos vivos y pagando tributos, los muertos no valen nada al día siguiente de derramar su sangre, una diversión pasajera. No, no había arma mejor que el miedo y el kan lo sabía.

Esa noche y las siguientes el hidromiel no iba a correr, el gran Kan había ordenado a sus subordinados que todo estuviera predispuesto para emprender la marcha cuanto antes, que las tiendas no se instalaran en el suelo y que siguieran en sus carretas, tal como se transportaban en las largas jornadas de marcha, y que los grandes banquetes se sustituyeran por frugales comidas de campaña, pues la travesía a través del desfiladero se reemprendería en pocos días, tras la inmediata caída de la ciudad. Los mensajeros partieron a cumplir el mandato con tanta eficacia como incredulidad, conocían el genio militar de su amo, pero sus incrédulos ojos podían perderse cuando afrontaban la altura de las murallas y la ciudad y sus oídos habían captado el susurro de las miles desatinadas flechas que sus enemigos habían lanzado contra la expedición de reconocimiento del día anterior. Los soldados pedían a sus capitanes que les repitiesen las órdenes de marcha inmediata, pues no llegaban a comprender el sentido de tal osadía. Los capitanes habían hecho lo propio a sus generales. 

En su yurta, el Gran Kan estaba tranquilo, se concentraba en el aroma de la húmeda hierba matinal que le enviaba al día en que había conocido a Subodei, su “perro de la guerra” preferido, el fornido guerrero que tenía delante, apenas un niño entonces, allá en las ahora lejanas estepas, cuando los clanes estaban divididos y no le reconocían aún como Gran Kan. Sudobei se había unido a su clan cuando éste era insignificante y sus soldados eran pocos, lo encontraron en la vega de un riachuelo que decía era suyo y al que a nadie dejaba acercarse, varios hombres habían sido necesarios para reducir al muchacho, sería su única derrota. Mil batallas habían combatido desde entonces y mil batallas habían vencido. La fama guerrera de Subodei sólo estaba a la altura de su pericia para la diplomacia, su general había anexionado más tierras, ganado más oro y logrado más tributos en los grandes banquetes de las yurtas y en los salones de los palacios enemigos que en el campo de batalla. El Gran Kan hizo una leve seña con los dedos y Sudobei alzó su rodilla del suelo:

– Te dirigirás a la ciudad como enviado del kan para negociar con el gusano que gobierne esa piara con el siguiente mensaje: “El Gran Kan no desea que ninguno de sus guerreros mongoles manchen sus flechas y espadas con la sangre de tus vasallos, que sus caballos no pisen los cadáveres de ninguno de los habitantes de tan honorable lugar, por lo que si no quieres entrar en guerra contra la Gran Horda o rendir pacíficamente la fortaleza, el Gran Kan tan sólo te pide que entregues un número de pájaros los suficientemente grande para que se sienta complacido. Si haces esto, el Gran Kan, promete que sus arqueros no dispararán ni una sola flecha sobre la ciudad y ni una sola de las espadas de sus valientes guerreros saldrá de su vina para ser levantada contra cualquiera de los tuyos. Tienes de plazo hasta que la luna comience a menguar, niégate a tan sencilla tarea y el kan empezará el asedio y se asegurará de que las murallas caigan entre gritos de horror y muerte”. Se lo darás tal y como lo he pronunciado, no añadirás ni quitarás palabra. Ahora, vete.

– Así se hará, Dueño del Mundo- respondió con firmeza Sudobei.

El gran Kan observó como su general caminaba lentamente hacia atrás, la espalda encorvada, inflexiblemente decidido a cumplir su mandato. No albergaba duda alguna de que lo haría tal como se lo había ordenado, al igual que tampoco dudaba de que el gobernador de esa ciudad que se había interpuesto entre él y los Xia haría cualquier cosa antes que enfrentársele, por extraña que fuese la petición. 

Los días pasaron lentos, el plazo se había cumplido, esa noche la luna había comenzado a menguar. La paciencia era una virtud que un kan debía valorar y tener siempre presente, ganaba más batallas que el mejor de los aceros, pero no podía permitirse el lujo de dudar ante unos hombres que empezaban ponerse nerviosos mientras el hastío se apoderaba de su rutina y multiplicaba sus ganas de luchar. La incomprensión empezaba a mellar el ánimo de la Gran Horda, así que, al despuntar el alba, se dispuso a ordenar la puesta a punto de las máquinas de asedio y a que se recopilasen saetas.  Pero algo le hizo detenerse.

El eco del chirriar de unas grandes bisagras cruzó la pradera hasta el gran campamento y las puertas de la ciudad se abrieron como un libro a punto de revelar un secreto que sólo el sabio sabe descifrar. El Gran Kan sonrió. Del interior de la ciudad emergían tres grandes carretas tiradas por bueyes que se acercaban a paso lento conducidas por unos atemorizados campesinos que apenas reunían el valor necesario para apartar su mirada del camino. “Puerco miserable, le envié a mi mejor general y él me devuelve chusma”, pensó. Pero lo que le importaba estaba detrás, allí se encontraban amontonadas decenas de jaulas de bambú con incontables aves de las más variadas formas y tamaños: negros cuervos que esperaban impacientes la batalla que hacía días habían olisqueado y dispuestos a deleitarse con la carroña, aves rojas, verdes y azules que chillaban como si se encaminaran al mismísimo infierno, gorriones con un quedo piar que parecía querer recordar la lejana primavera y deseando volar hacia tierras más cálidas, incluso un azor o un par de pequeños halcones, sin duda, procedentes de la pajarera del propio gobernador. Aunque lo que predominaba era unos pequeños pajarillos de largas colas y llamativos colores. Serían perfectos.

Se dirigió a los enviados por el gobernador de la ciudad:

– Podéis volver o quedaros en el campamento del Gran Kan, se os tratará con dignidad y podéis uniros a mi horda, huid y pereceréis en aquella ratonera.

Con reticencia, los conductores se fueron alejando paso a paso hasta que estuvieron a una distancia lo suficientemente sensata para empezar a correr sin mirar atrás.

– Dejadlos ir, el gran Kan ha sido generoso y no han aceptado, que acepten ellos ahora, pues, su destino. Preparadlo todo para que un pequeño destacamento tome la ciudad en el nombre del Gran Kan y se quede en ella para gobernarla en su nombre, el resto continuaremos camino. Con las primeras luces del alba, la ciudad será nuestra- dijo mientras observaba como las puertas se abrían ligeramente para dejar entrar de nuevo a los enviados.

Los sirvientes se afanaron en los preparativos durante la mañana mientras los guerreros fueron enviados a descansar. Cuando el sol comenzaba a atracar su luz por el oeste, el Gran Kan, a lomos de su caballo, tomó el camino de la ciudad hasta llegar a una distancia prudencial, la suficiente para evitar que una posible andanada de flechas los alcanzara desde las murallas, pero lo bastante cercana como para comprobar si su plan salía adelante con éxito. Con un gesto, todo su estado mayor se le acercó. Sin apartar la vista de la ciudadela, intentando imaginar el rostro del cobarde que parapetaba detrás de tantos muros, calmadamente, les dio una orden concreta:

-Prended fuego a los pájaros.

La noche habían engullido cualquier luz, pero no necesitaba lumbre que le mostrase las caras de asombro de sus subordinados. El Gran Kan siempre acababa dando con una estratagema que llevaba inexorablemente a la Gran Horda a la victoria, pero no podían dejar de sorprenderse con cada nueva argucia. Raudos, se apresuraron a cumplir las órdenes.

En muy poco minutos, por encima de la cabeza de un satisfecho Gran Kan, un infinito número de pequeñas bolas de fuego buscaban la seguridad de sus nidos en dirección a la ciudad. Complacido, aquella exhibición que cortaba el cielo como miles de navajas con filos de fuego le recordaba a esas noches en que las estrellas buscan un nuevo lugar donde asentarse y lo surcan de un confín a otro, una visión maravillosa.

Al amanecer, de las abrasadas entrañas de la ciudad, dos cansadas sombras se desplomaban sobre el tramo de muralla que se elevaba por encima de la gran puerta agitando una bandera blanca, mientras unos enormes goznes crujían a sus pies. El gran kan pensó que la caída de los Xia estaba más cerca. 


Autor/a: Vito Corleone


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