Egolatría

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Un numeroso grupo de jinetes, dos de ellos lucían uniformes de mariscal, se aproximaban a nuestro destacamento avanzando entre la neblina del amanecer. Me ilusioné con la idea de que quizás escoltaran al emperador, a quien me hubiera gustado escuchar una de sus arengas por una vez en la vida; pero el enorme sombrero que gustaba usar en aquel tiempo no sobresalía entre los penachos de los dragones. Yo era joven, había mal leído a los filósofos ilustrados y todavía confundía la dictadura militar bonapartista con la defensa de la libertad. 

Uno de aquellos oficiales era ni más ni menos que el comandante que Napoleón había puesto al mando del tercer cuerpo del ejército, Louis Nicolas Davout; lo reconocimos porque Pasuncheveu lo había visto a pocos pasos en la batalla de Ulm.

—Es aquel que no tiene en la frente ni un pelo.

Un coronel se adelantó al galope hasta nosotros. Con aires de superioridad puso firme al sargento antes de bajar del caballo. A continuación, se le puso enfrente, le pegó un puñetazo en el pecho sin previo aviso y le estiró con rabia el arrugado cuello de la guerrera. Era orondo y calvo, pero lucía un enorme mostacho.

El resto de los jinetes pasaron al trote ante nuestra formación sin mirarnos, bajaron de sus monturas y los oficiales entraron en el salón más amplio de la casa expropiada a unos hacendados que habíamos convertido en cuartel. 

El coronel Dupont, nunca olvidaré el nombre de aquel arrogante, se entretuvo un buen rato en pasar revista antes de reunirse con ellos. Nos revisó uno a uno, de arriba a abajo, echándonos en cara los botones ausentes y los sietes en nuestros pantalones. Pasuncheveu se llevó una fuerte patada en el culo por llevar desabrochada la bragueta, y yo, por ir sin afeitar, un guantazo. Seguro que él no luciría de manera tan impecable su uniforme si hubiera estado en aquel destacamento los últimos tres días, participando en numerosas escaramuzas contra la avanzadilla del ejército prusiano.

Y encima no pudimos descansar, muertos como estábamos de sueño después de una noche en la que nos había tocado guardia, porque nos escogió a los dos como voluntarios para servir de ordenanzas al estado mayor del mariscal mientras permaneciera en el destacamento.

Después, como si fuera suya, aquel envarado entró en la casa y, sin parar de señalar las cosas que le desagradaban con su fusta, ordenó con voz de tenor que se fregara la cocina, que cada uno hiciera su cama y que se limpiaran las letrinas hasta que quedaran como los chorros del oro. Exigió también que preparáramos los mejores lechales saqueados a los lugareños y, una vez listos, se pusieron a desayunar como marqueses y, como no había vino, a beber cerveza como austríacos. Mientras, Pasuncheveu y yo, en posición de firmes con los fusiles al hombro, teníamos que permanecer a cada lado de la puerta por si les entraba el capricho de ordenar algo.

Pasuncheveu intentó cambiar de postura abriendo un poco las piernas para sostener mejor su cansancio. El coronel se dio cuenta y dejó de masticar un trozo de carne para quedar mirándonos durante más de un minuto con la cara encarnada por la rabia. Relajamos nuestros músculos, ¡uf!, solo cuando apartó de nosotros esa mirada petrificante.

—¿Cuánto tardarán nuestras tropas en llegar? —fue él quien preguntó.

—Poco —contestó un brigadier—, apenas les llevamos ventaja. En cuanto aparezcan nos lanzaremos a la batalla.

—Las órdenes del emperador son muy claras —dijo el general del tercer cuerpo—. Debemos continuar hacia el norte, en dirección a Auerstädt; está convencido de que el grueso del ejército prusiano se despliega al este de donde se encuentra, en algún lugar en el camino a Berlín. La idea de Napoleón es que aparezcamos por la retaguardia enemiga mientras la Grande Armée ataca de frente bajo su mando.

—Admirable estrategia envolvente —dijo el brigadier—. Nunca dejará de sorprenderme el genio militar del que hace gala el emperador.

—Ha previsto de una manera lógica la localización del cuerpo principal del ejército de ese pasmado Federico Guillermo, y sin necesidad de espías —dijo el otro mariscal que respondía al nombre de Bernardotte—; y es que, si se piensa, no puede ser de otro modo. Los prusianos querrán volver grupas en un intento de evitar el enfrentamiento para esperar a que lleguen sus aliados rusos, pero no les dará tiempo. Hoy, por fin, no tendrán más remedio que enfrentase con nuestros ejércitos. 

Se cerraban mis ojos mientras aquellos perdonavidas brindaban felices por la batalla que se avecinaba. Llegó un momento en que no pude evitar quedarme dormido. Fueron solo unos segundos, pero al despertar con sobresalto se agitó mi cuerpo y el fusil resbaló del hombro. No pude sujetarlo antes de que provocara un fuerte estruendo al caer sobre el suelo enlosado.

El coronel se acercó a mí. Gritaba como un loco:

—¿Es que tienes las manos de trapo?

—Lo siento, mi coronel —me disculpé—, he dormido muy poco en los últimos días.

—Vas a estar cavando zanjas hasta que yo me canse de dormir.

Solicité permiso entonces para decir lo que hasta ese momento, en el que me convenía cambiar de tema, no me había atrevido.

—Con el respeto debido, señor, creo tener una información que puede ser importante para el desarrollo de la batalla.

El coronel miró hacia el general Davout antes de volver a encararse conmigo.

—Calladito no entran moscas. Voy a tener que lavar esa bocaza con jabón.

Y yo, que me había enfrentado en primera fila a los austriacos en Marengo, a los cosacos con la bayoneta calada en Austerlitz, que llevaba tantos años luchando con orgullo por Francia que hasta había dejado de sentir miedo después de haber pasado tanto, no me pude contener y desvié su puño con un manotazo cuando intentó golpearme en el pecho.

—Que te jodan.

Ya echaba mano a la empuñadura de su sable el coronel, y yo a mi bayoneta, todo hay que decirlo, cuando el general Davout le agarró el brazo para impedir que desenvainara. Le empujó hacia la puerta, al tiempo que gritaba:

—Fuera de aquí todos. Usted también, general Bernardotte. No consentiré abusos con mis hombres, y menos en un día tan importante como hoy. Guardad las energías para enfrentaros al enemigo en el campo de batalla.

Los oficiales se apresuraron a abandonar la estancia con aire indignado, pero cuando Pasuncheveu y yo nos disponíamos a atravesar la puerta detrás de ellos, temerosos de que ese malnacido nos llevara frente a un pelotón de fusilamiento, el general mandó que nosotros dos nos quedáramos.

Y sucedió lo que nunca hubiera esperado: ese mariscal que tenía fama de severo y estricto con sus soldados nos invitó a comer y beber en su mesa.

—Tomad lo que queráis. Aprovechad porque este va a ser un día muy largo.

Dejamos nuestros fusiles apoyados en la pared y nos servimos dos jarras de cerveza; nos las capuzamos de un trago.

—¿Qué problema tenéis con el coronel Dupont? Habla sin miedo, soldado.

—Escuchadle, mi general —dijo Pasuncheveu—, mi compañero, en la lengua, no tiene ni un pelo.

—Tú cállate, cabo —le ordenó, tocando su despejada frente—, que no te vuelva a oír o te entrego al coronel.

—Señor —acerté a decir empleando el tono más calmado que pude para disimular mi excitación después de lo sucedido—, ese hombre odia a la tropa. No entiendo cómo no ha recibido todavía un tiro por la espalda.

Davout se sentó y se sirvió otra cerveza.

—En realidad es a mí a quien odia. A vosotros solo os utiliza. Ese coronel que tanto os ha hostigado es miembro del estado mayor del mariscal Bernardotte. Puede decirse que es su mano derecha. ¿Entendéis lo que eso significa? —Sonriendo al ver unos ojos que reflejaban nuestra ignorancia, hizo un gesto con su mano para que continuáramos comiendo—. Veo por la cara que ponéis que no. Pero dime, soldado, ¿qué opinión hay de mí entre las tropas?

Comprometida pregunta, pensé. Cómo contarle la antipatía que despertaba por sus malas maneras y su obsesión por la disciplina; cómo decirle que corría una advertencia entre nosotros, que lo mejor era no coincidir nunca con él.

—Vuecencia es estimado, pero también temido.

—Exacto, temido, una forma suave de decirlo, y Bernardotte quiere alimentar ese fuego. Es un militar muy ambicioso. El emperador lo ha puesto a mis órdenes y eso no lo perdonará. Sabe que nunca me he fiado de él y hará cualquier cosa por verme fracasar. Si nuestra salvación dependiera de su socorro, soldados, podríamos darnos por masacrados.

El general puso los pies sobre la mesa y bebió un largo trago de cerveza. Después, estalló la jarra vacía en la pared y se limpió la boca con la mano.

—¿Cuál es esa información tan importante de la que has hablado?

Comprendí que Davout era un general inteligente. No despreciaba ningún dato, viniera de donde viniera. Por ese motivo nos había ordenado permanecer a su lado.

—Mi general, ya que con tanta magnanimidad demandáis mi testimonio, permitid a este, vuestro agradecido soldado, que sea franco al transmitiros mi parecer.

—No deis tantas vueltas y soltad de una maldita vez lo que tengáis que decir.

—A la orden, mi general. Creo que nuestro adorado emperador se equivoca. Lo digo con todo el respeto del mundo. Estoy convencido de que el grueso del ejército prusiano se encuentra justo en el lugar adonde nos dirigimos, no frente a la Grande Armée

Davout se levantó con rapidez y se acercó a mí poniendo cara de loco.

—¿Estás seguro? ¿Lo has visto con tus propios ojos?

—No, pero en una de nuestras incursiones tuvimos un encontronazo con un grupo de prusianos. Hicimos dos prisioneros que aseguraron que así era.

—Pudo ser un engaño.

—No lo creo, mi general, uno de ellos vestía el uniforme de la guardia de corps del mismísimo monarca.

—Vete ahora mismo a decir que quiero que traigan a mi presencia a esos dos prusianos.

—No va a ser posible, señor; por desgracia tuvimos que dispararles cuando intentaron huir.

Volvió a sentarse para quedar muy pensativo. Al cabo de unos minutos, desplegó uno de los mapas que había sobre la mesa y se puso a observarlo con detenimiento. Comprendí que el general me creía, pero que aquello quizás desbaratara sus planes.

Se escuchaba ya el ruidoso bullicio producido por un gran número de hombres y bestias, los gritos de mando combinándose con las blasfemias, el denso avance del ejército llegando al destacamento.

Supuse que el general se debatía ante un dilema. Considerando que el principal ejército prusiano estaba frente a nosotros, ¿debía mandar aviso a Napoleón o debía continuar con las órdenes, equivocadas o no?  Yo habría elegido la primera opción.

Pero los razonamientos sobre los que aquel individuo tomaba sus decisiones no tenían nada que ver con los míos. Aún recuerdo con mucha claridad la sonrisa en su rostro y las palabras cargadas de optimismo que pronunció a continuación; una alegría que yo, hombre humilde, simple soldado, no llegué a comprender en un primer momento:

—Una buena oportunidad se presenta. Os aseguro que voy a aprovechar esta gran ventaja. 

—¿Qué ventaja, señor? —pregunté intrigado.

Se levantó, y como si estuviera posando para un cuadro, apoyó su sable en el suelo mientras lo sujetaba por la empuñadura, adelantó un poco su pie izquierdo y apoyó su mano derecha en el costado. Su uniforme estaba cruzado por la banda encarnada, además de herrajes, flecos y medallas.

—Esta campaña ha sido tan rápida, tan imprevista, que no existe apenas información para ambos ejércitos sobre la situación geográfica del enemigo. Y de lo que estoy seguro es que el alto mando prusiano, y en especial su comandante, el duque de Brunswick, suponen que Napoleón ha sabido prever o ha sido informado sobre donde se hallan sus principales tropas. Por consiguiente es altamente probable que crean que la Grande Armée está justo aquí, donde nosotros nos encontramos.

Al escuchar aquello, no pudimos evitar, ni Pasuncheveu ni yo mismo, un gesto de estupefacción que provocó una fuerte carcajada en el mariscal.

—Pero, mi general, ¿eso es una ventaja? Es seguro que los prusianos nos doblan en número.

—Ellos creen que no es así y eso les obligará a luchar a la defensiva. Bien, muchachos, dejemos la cháchara, ha llegado el momento.

Y aquel hombrecillo, que como diría Pasuncheveu, de tonto no tenía ni un pelo, se dirigió hacia la puerta con su aplomo de mariscal dispuesto a batallar para mayor gloria de Francia; y de él mismo, presumo.


Autor/a: Jean


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6 COMENTARIOS

  1. 6. Está bien escrito y texto fluye. Pero no es un relato acabado. El autor nos ha traído la Presentación. Faltan nudo y desenlace. Parece un recorte de un texto más largo. Texto que yo leería gustoso, pero si fuera una pizza, sería el borde. Un borde crujiente y delicioso, pero que nos deja con hambre. Los lectores insaciables queremos la pizza entera. Autor, no obstante alabo tus buenas maneras.