¿Tienes 20 años y todavía sin mozo? La mujer contra la ley divina

Hoy en día, en nuestro país, Estado y religión siguen caminos diferentes y es posible que una mujer pueda ser madre sin estar casada o no tener pareja, alejada del matrimonio. De hacerlo, el único peligro al que se enfrenta es el chismorreo de sus vecinos. Sin embargo, hubo un tiempo, allá por los siglos XV-XVIII, en que Estado y religión eran una misma cosa.

Por aquel entonces los monarcas trataban de establecer una sociedad sana y ordenada para que el reino estuviera amparado por Dios. Estar bajo el amparo de Dios significaría que el Estado vencería en todas las guerras, que todos los años habría buenas cosechas, que no aparecerían epidemias y que, en la otra vida, tanto el monarca como los súbditos alcanzarían el Cielo. Por supuesto, la edad de 20 años ya era un poco avanzada para estar en la soltería, y más teniendo en cuenta que la edad mínima legal para el matrimonio eran los 12 años y que la esperanza de vida por aquella época raramente superaba los 50 años. Cuando el reino no estaba amparado por Dios, era evidente el desasosiego entre la sociedad, y si no, véase la siguiente imagen, donde tres agricultores aparecen muy descontentos porque su vecina es una ramera:

Julio. Ciclo dei mesi. Maestro Wenceslao, c. 1400. Castello del Buonconsiglio (Trento) Fuente

Mujeres buenas 

La manera de construir una sociedad digna de la gracia de Dios era a través del matrimonio entre un hombre y una mujer, la base para poder formar una familia. Y pobre de aquella mujer que tuviera hijos sin estar casada… porque ardería en el Infierno. La familia fue el pilar fundamental de la sociedad hispana. Para la nobleza porque un hijo o una hija daban la posibilidad de emparentarse con una familia más poderosa. Para las clases más bajas porque los hijos tenían una función muy clara: ayudar en las tierras y cuidar de los padres cuando envejecieran. Ya vemos que las cosas no han cambiado mucho.

El matrimonio ideal de la época bien podría ser el de la siguiente imagen. Van Eyck retrató a una joven encinta cuyo rostro es pura efusividad hacia su marido ¿o no? Y muy bien puede pensar el cauto lector que el sr. Arnolfini tiene un aire a Vladimir Putin, pero no, solo es casualidad.

Retrato de Giovanni Arnolfini y su Esposa. Matrimonio. Van Eyck, 1434
Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa. Van Eyck, 1434 Fuente

La mujer, por tanto, era indispensable para este modelo de sociedad, aunque siempre ha quedado relegada a un segundo plano porque los teólogos de la Iglesia consideraban al cuerpo femenino proclive a transgredir las normas relativas a la sexualidad, es decir, que la mujer era puro vicio y que incitaba a los hombres al pecado. ¡Pobres pecadores! Sus cosechas se irían al traste… Por ello, para prevenir esos males, la mujer debía vivir siempre con un hombre, en matrimonio, que la mantuviera recatada; desde su nacimiento la mujer estaría junto a su padre y sus hermanos, y llegada la hora, casaría con un buen mozo de la villa. Antes del matrimonio, las pocas ocasiones en que las jóvenes saldrían de casa serían para ir a misa los domingos, donde soñaría con escaparse con el muchacho que habría entrevisto entre avemarías y padrenuestros. Guardar obediencia, sumisión, fidelidad y atención constante a ellos serían las obligaciones de la mujer. Y tener hijos, por supuesto.

La mayoría de las veces, los matrimonios eran acuerdos entre los padres. La familia de la chica buscaría aumentar su estatus social, conseguir beneficios en la administración del reino o algún descuentillo en el negocio del novio. A cambio de ello, la familia del mozo recibía la dote de la muchacha; la dote era aquella cantidad de dinero que iba a asegurar la estabilidad económica del matrimonio. Pero una buena cantidad de dinero efectivo o artículos de lujo sólo eran posibles en las familias burguesas más acomodadas y, por supuesto, en la nobleza. En las familias más modestas, cosas más prácticas para la vida de los mozos vendrían a sustituir al dinero: muebles, utensilios de cocina, ropas de cama, vestidos y pequeñas parcelas de tierra acompañarían a la novia al altar.

Y si la muchacha no encontraba hombre de carne y hueso, el marido comodín era Dios. Así la mujer entraría en el convento, donde rezaría por todas las almas pecadoras de su ciudad. En este caso también habría dote y esta es una de las razones del abundante patrimonio eclesiástico. ¡Que una moza noble no encuentra marido! Pues allí estaba su flamante marido divino para recibir tierras y dinero.

Mujeres malas

Mientras la mujer viviera conforme a la ley divina, todo iría bien para nuestros trigales. Pero cuando la mujer se desviaba de la norma divina… ¡ay! Las adúlteras, las que abortaban, las prostitutas, las alcahuetas y las brujas eran lo peor de la sociedad a ojos de la Iglesia.

Las adúlteras podían provocar el nacimiento de hijos fuera del matrimonio, lo que podía conllevar problemas de herencia, algo que no ha de extrañar ni siquiera hoy día. En aquella época, la disputa de una herencia podía suponer un grave problema, puesto que si se daba en el seno de una familia noble la cosa podría desmadrarse y acabar sacando a las huestes a la calle. En las familias más modestas, acceder o no al pequeño lote de tierras que el abuelo había conseguido luchando contra los moros de Granada casi era cuestión de vida o muerte para asegurarse el alimento de cada día.

No deja de ser curioso que, si la mujer involucrada en el adulterio era monja, el delito-pecado se agravaba, ya que implicaba cometer tres delitos a la misma vez: el propio adulterio; incesto, al yacer con lo que se consideraría su propio hijo, pues si la monja es esposa de Dios, y Dios es padre de todos nosotros, la ecuación es sencilla; además, el delito suponía un grave sacrilegio, porque la mujer estaba violando su matrimonio con la divinidad. También hay que tener en cuenta aquellas veces que el adulterio se cometía en un convento de clausura, porque si allí sólo podían acceder los varones religiosos…

Así de locas nos parecen las cosas de la Edad Moderna; pero todo esto estaba muy asumido en la época. Sin embargo, como todos sabemos, las leyes no llegan a todos los rincones de nuestra ciudad, y que una mujer y un hombre vivieran bajo un mismo techo y tuvieran hijos sin estar casados fue algo normal en los barrios menos castos de las ciudades. Era allí donde proliferaban la liviandad sexual, la vagancia y las ladronas. 

Dejando aparte la cuestión de llamar vaga a la mujer que no se ocupaba de su hogar como “Dios manda” y de ladrona a todas aquellas que sobrevivían a base de la caridad -pues “robaban a Dios lo que es suyo”, aquellos barrios eran el sitio idóneo para ir de picos pardos, es decir, visitar prostíbulos. Estas prostitutas perjudicaban gravemente a la sociedad porque, según los teólogos de la Iglesia, la sexualidad sólo se podía ejercer para tener hijos, y no para el disfrute –qué cosa tan extraña- y porque abortaban repetidamente. Aquello era muy grave, puesto que aquellos varones que nacían en la miseria tenían al ejército como una manera de mejorar su condición social; con el aborto, las tropas del rey perdían potenciales efectivos, y con un ejército pequeño no se ganaban las batallas. Además, aquellas mujeres estaban asesinando al fruto de la creación divina, ¡hideputas, Dios nos quitará su amparo!

Las prostitutas eran consideradas muy peligrosas, tanto como para encerrarlas separadas de otras presas en las cárceles, no fuese a ser que les transmitieran sus saberes. El peligro real para la sociedad, bromas a parte, se debió a que en una época en la que ni el preservativo de látex ni la pastilla del día después existían, los riesgos en las relaciones sexuales de estas mujeres del vicio eran enormes. En primer lugar, la contracción de enfermedades de transmisión sexual fueron uno de los pasaportes directos al Infierno de los pecadores sexuales, y en segundo por el riesgo de los abortos, que se practicaban las más de las veces por golpes en el vientre: a puñetazos, con un palo, tirándose por unas escaleras o arrojarse desde un árbol panza abajo.

Por último, es necesario mencionar que el estereotipo que tenemos de bruja, el de una mujer anciana y fea que vivía sola fuera de la ciudad sin la vigilancia de un varón de buena fe, viene desde la antigua Grecia. La Iglesia supo aprovecharse muy bien de esta imagen para dar ese punto de maldad a toda aquella mujer que escapara de la norma social. Sobre la bruja recaía la presunción de que mantenía una sexualidad desenfrenada con el diablo y que, además, con sus saberes podía impedir la procreación o facilitar los abortos. Más de un padre prohibiría a su hija buscar frutos en el bosque, no fuese a volver montada en escoba.

En la siguiente imagen puede verse como un grupo de brujas, además de hacer prácticas mágicas para infringir el dolor humano a través del voo-doo, recitar un conjuro y raptar a unos niños para la cena, tratan de descarriar a la pobre mozuela de blanco.

El conjuro. Goya
El conjuro. Goya Fuente

Evidentemente, es fácil adivinar que lo relatado en este artículo supone los dos extremos de la sociedad hispana moderna, el de la mujer casta, pura y honorable, y el de la mujer vil y pecadora que propicia todos los males de nuestra sociedad. Como en cualquier época, no todo fue blanco o negro, sino una escala de grises, y dependiendo del barrio, la ciudad o el reino la mujer estuvo sometida a la ley divina y al juicio social de muy distinta manera. Y por supuesto, los dos casos relatados aquí, el de la mujer buena y la mala, no son sino una proporción mínima de todas ellas. Abundarían aquellas que, sin cometer ninguno de los delitos relatados hasta aquí, pudieron desarrollar una vida normal sin la vigilancia excesiva del varón, trabajando en sus negocios o manteniendo conversaciones con cualquier persona. Aunque eso sí, el matrimonio siempre a los ojos de Dios.


Referencias y bibliografía

Bibliografía

  • Couturier, E., 1996, “La mujer y la familia en el México del siglo XVIII: legislación y práctica”, Historias, 36, pp. 27-37.
  • Olivero Guidobono, S. y Caño Ortigosa, J. L., 2012, “Casas sin hombres, mujeres sin dueño: jefas de hogar en León (Nueva España) a principios del siglo XVIII”, en Elvas Iniesta, M. S. y Olivero Guidobono, S. (coords.), Redescubriendo el Nuevo Mundo: Estudios americanistas en homenaje a Carmen Gómez. Universidad de Sevilla, Sevilla, pp. 153-178.
  • Vassallo, J., 2007, “Castas, honestas, viles y malas. La mujer en el imaginario jurídico de la América colonial”, Anuario del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales, 10, pp. 493-505.
  • Vassallo, J., 2006, “Delincuentes y pecadoras en la Córdoba tardo colonial”, Anuario de Estudios Americanos, 63, 2, pp. 97-116.
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Daniel Galan Parraga
Graduado en Geografía e Historia por la Universidad de Jaén. Máster en Historia y Antropología de América por la Universidad Complutense. El rigor científico no debe llevar al rigor mortis.